Si hay algo
sagrado, ese es el cuerpo humano
Walt Whitman
El espesor del cuerpo, lejos de rivalizar con el del mundo, es, por el contrario, el único
medio que
tengo para ir hasta el corazón de las cosas, convirtiéndome en mundo y
convirtiéndolas
a ellas en carne.
Maurice
Merleau-Ponty
JUAN CRISTÓBAL CASTRO
I
"Quien
ha sufrido la tortura, ya no puede sentir el mundo como su hogar”, explica Jean
Améry en Más allá de la culpa y la
expiación. No dejo de repetir en silencio esas palabras desde finales de
febrero del 2014 cuando me enteré a través de un canal internacional, con ese
sensacionalismo tan lastimero y repugnante de la cultura del espectáculo, que
varios estudiantes en Venezuela, chicos entre 19 y 25 años, habían sufrido ese
castigo abrupto y desmedido en su país, en su “patria”, su “hogar” nacional.
La
idea de Améry del “hogar” corrompido por un dolor inducido que nos aliena de
nuestra piel y órganos, es clave. ¿No es después de todo nuestro cuerpo el
primer lugar de residencia que tenemos, un frágil territorio de percepciones
variadas que vamos ordenando con dificultad porque sabemos que en cualquier
momento nos abandona en la enfermedad, la locura, la vejez o por supuesto la muerte?
El
cuerpo no es algo que se tiene, como un objeto, sino es algo en donde se está;
decía Merleau-Ponty una bella frase: “mi cuerpo está hecho de la misma carne
del mundo” (260). Y estamos en él en un difícil equilibrio, buscando armonizar fuerzas dispares, movimientos continuos, sensaciones
heterogéneas. Por eso es “como un puro espíritu”, recuerda
Jean Luc Nancy, que “se contiene por entero a sí mismo y en sí mismo, en un
solo punto”; y tan es así, que si se “rompe ese punto, el cuerpo muere”.
Ese
“estar” es lo que se violenta en la tortura; disloca su “punto de
equilibrio”. La palabra viene del latín y significa “torcer” y “retorcer”,
verbos que marcan un resquebrajamiento. Los griegos
la institucionalizaron como un medio legal para obtener una
confesión por parte de esclavo o extranjero; dudaban de la veracidad
de su testimonio pues éste no “habitaba” la ciudad; le llamaban “básanos” que
significa “verificación”.
Aristóteles
muestra que la diferencia entre el amo y el esclavo radica en que el primero posee el
logos mientras que el segundo, si bien es capaz de razonar y hablar, no es dueño de sus
pensamientos. Así se justifica la tortura: al no tener propiedad sobre su
conciencia y ser mero cuerpo de trabajo que sirve al amo, el esclavo o
extranjero puede ser sometido a la fuerza para sacar de él la verdad. Dicho de
otro modo, si el esclavo es parte del cuerpo del amo, según argumenta el
filósofo, entonces su verdad reside en sus órganos, no en su razón, cosa que
dio pie a la justificación de esta práctica.
Así
siguió en Roma. El Digesto de Justiniano
evidenciaba cómo se usaba como un método de prueba. Después, en la Edad Media,
la Iglesia lo empezó a usar siguiendo las pautas del derecho romano; en Los Fantasmas de Goya de Milos Forman se
muestra cómo lo usaba la Inquisición como vía para llegar a la “verdad”; de
hecho, en un giro fenomenal de la trama ponen al mismo Lorenzo Casamares,
inquisidor que promovía su uso para obligar a la gente a confesar, a dar
precisamente una confesión falsa sometido bajo su influjo.
El
primer artículo de la “Declaración contra la tortura” que fuese aprobada en una
reunión de la Asamblea General de las Naciones Unidas el 9 de diciembre de
1975 la define como “todo acto por el cual se inflige
intencionadamente un intenso dolor o sufrimiento, físico o mental, por, o a
instigación de, un funcionario público, a una persona para fines tales como
obtener de ella o de un tercera persona una información o confesión, castigarla
por un acto que ha cometido o intimidarla, a ella o a otras personas”
(http://www.un.org). De ello se deduce que no sólo se hace con la intención de
obtener una confesión, tal como sucedió en gran parte de los países de
Occidente, sino que también se hace como “castigo”, o “intimidación”, tal como
parece haber sucedido en estos últimos tiempos en Venezuela.
Tres
violencias enmarcan este acto en la Venezuela actual. El primero es el del
dolor físico causado a una persona inocente; nada más y nada menos que un
estudiante. El segundo es el de la contradicción: un
supuesto proyecto “humanístico” que justifica esa forma de proceder, y que tanto
criticó las represiones del pasado para caer en algo hasta peor. El tercero es
el del silencio; la complicidad que ha tenido de personas de afuera y de
adentro, que uno en una época respetaba, para no afrontar el dilema y la
responsabilidad que ello acarrea. Y el cuarto es el del ocultamiento de los
hechos por parte de las instituciones judiciales.
Por
eso quisiera pensar mejor las implicaciones de ese acto, que pone en evidencia
la crisis de nuestra capacidad de hacer “mundo común” entre los venezolanos. Me
permito hacer algunas reflexiones.
II
“La
educación es esencial para llevar el humanismo teórico a lo práctico",
señaló Hugo Chávez en un encuentro con los egresados del Programa Nacional de
Formación de Educadores de la Misión Sucre en el 2009. Sabemos que su empresa
revolucionaria llevó como consigna esa noción para restablecer la “dignidad
humana” en una visión para muchos novedosa de ciudadanía, con una de las
constituciones más importantes en cuanto al tema de la defensa de los derechos
humanos y un discurso latinoamericanista reivindicador.
Pero por otro lado siempre tuvo como críticos varios sectores que
nunca se sintieron identificados con sus propuestas, entre ellos muchos
estudiantes de colegios privados y públicos, de universidades del Estado y del
sector empresarial. ¿Qué hacer, pues, con esos otros “estudiantes” que no quisieron
pertenecer a esa comunidad? La respuesta es compleja por la variedad de casos
que se pueden citar. Sólo me interesa rastrearla en la labor que llevó a cabo
su sucesor principal en estos tiempos oscuros.
Se habla de ochenta denuncias de casos de tortura ante la fiscalía, porque ante el Foro Penal Venezolano el número es de quinietas. A algunos estudiantes los
obligaron a caminar desnudos en las calles para humillarlos, a
otros los quemaron con destornilladores calientes, otros recibieron descargas
eléctricas e incluso otros fueron obligados a comer sustancias putrefactas o
con excrementos; de igual manera, a casi todos ellos se les robó prendas y
objetos personales. Sorprende también cómo han sido víctimas estudiantes de
bachillerato; en Mérida por ejemplo apresaron a tres menores de edad de
sectores populares que estaban cerca de las protestas y los retuvieron por tres
días golpeándolos salvajemente.
Ha
habido torturas de todo tipo. Las psicológicas han consistido en amenazarlos
con violarlos, asesinarlos, mutilar sus extremidades, quemar sus cuerpos. En el
caso del señor mayor de edad, Pierluigi Di Silvestre, se le obligó escuchar
cómo torturaban a estudiantes en el cuarto contiguo; de igual modo se le separó
de sus hijos y después se le hizo estar presente para observar cómo los
golpeaban de forma inclemente. Las físicas han consistido, como he mencionado
antes, en inducir distintas formas de dolor, en algunos casos buscando
confesiones, incluso falsas. A Marco Coello por ejemplo le presentaron una
declaración ya redactada en el que lo hacían responsable de hechos que no
cometió y por negarse a firmarla “lo llevaron a un cuanto oscuro, le
envolvieron el cuerpo con goma- espuma, le pusieron tirro para sujetar la goma
la espuma a su cuerpo y le colocaron también tirro alrededor del cuello”.
Después, “lo golpearon repetidamente con bates, palos del golf y extinguidores”
y “le dieron tres choques eléctricos y patadas” (Segundo Informe de la
Universidad Católica).
Todo
se da en un momento difícil. Se habla de cuarenta muertes, algunas de ella de
estudiantes que recibieron tiros en la cabeza presuntamente por grupos de la
inteligencia secreta (SEBIN) o por organizaciones parapoliciales, fracciones armadas de algunos "colectivos". Más de dos
mil personas trescientas retenidas, una cifra espeluznante en la historia
nacional, un político y dos alcaldes presos sin juicio imparcial, ingresos sin
autorización en casas y apartamentos, intervenciones por parte de grupos
parapoliciales en universidades autónomas y otros lugares públicos, insultos y
amenazas de todo tipo.
Según Provea, Foro Penal, Amnistía
Internacional, entre otras, muchas de estas retenciones han
carecido del debido proceso. Gonzalo Himiob, representante del Foro Penal,
señala que en “casi todos los casos se incomunica a los detenidos”, sin permitirles “tener
contacto ni con sus familiares ni con sus abogados, ni siquiera cuando son
menores de edad”. En su opinión “es tan grave que al principio ni siquiera los
representantes de la Defensoría del Pueblo se les permitía comunicarse con los
detenidos, y en el SEBIN, sencillamente, no se deja a nadie, ni siquiera
representantes de instituciones públicas, comunicarse con los detenidos, bajo
ninguna circunstancia".
A su vez, se ha dado un blackout informativo. Las grandes
cadenas privadas nacionales han impuesto servilmente la autocensura, mientras
que el canal colombiano NTN24 quedó excluido de la parrilla ofrecida por los canales de cable en
Venezuela.
Todos estos casos recientes de torturas,
agresiones, asesinatos, ponen, pues, en evidencia una suspensión de la
legalidad y de los derechos ciudadanos. No se necesita decretar un “estado de
excepción”, porque eso viene sucediendo en Venezuela desde que Chávez llegara
al poder. No
voy a señalar en estos momentos la manera como fue poco a poco controlando el
poder judicial, el congreso y los medios, porque me alejaría del tema tratado,
pero no hay que obviar que su estrategia de toma del poder se dio a través del
populismo clientelar, socavando poco a poco la autonomía institucional en un
ejercicio doble, en una perversa economía de distribución de roles y
asignaciones: a la vez que fue reivindicando ciertos derechos sociales a gran
parte de la población con menos recursos, asignándoles una “ciudadanía” con una
constitución que reivindicaba muchos derechos humanos, fue quitándole a otros
derechos individuales y sociales importantes.
El
caso hasta el momento quizás más dramático, y visible, sea el de Juan Manuel
Carrasco, quien se atrevió públicamente a denunciar su caso pues no ha sido el
único. Este estudiante de tan sólo 21 años fue sacado a perdigonazos de un
carro (que luego sería incendiado por los mismos guardias nacionales), fue
recibido con golpes, patadas, cachazos con el fusil y el casco por todos lados
y en un momento inesperado, pensando que se había desmayado, le metieron una
bayoneta en el ano. En el Comando de la Guardia Nacional siguieron los golpes,
y hasta jugaron fútbol con sus cuerpos pateándolos por todas partes. En otro
momento desnudaron a Juan Manuel y lo violaron vía anal frente a sus otros
compañeros con un fusil automático. Todavía recuerda las palabras que le decían
sus verdugos anónimos: “Tranquilo, que te vamos a matar. Esto es rapidito.
Ustedes no son nadie”.
El móvil de la mayorías de las torturas no era sacar ninguna
información, aunque hubo algunas en que eso sí sucedió claramente. Por lo visto
lo importante aquí era sobre todo la intimidación, el doblegar la conciencia de
los jóvenes, el castigarlos por sus “pecados” en una suerte de “bullying
político”, como diría Thomas Straka, al estilo de las “brigadas de respuesta
rápida” en Cuba, o del grupo paramilitar Magyar Gárda Mozgalom de Hungría, o
quizás a los temibles Tonton Macoutes de Duvalier en Haití.
Gonzalo
Himiob recientemente evidenció algunos “lineamientos bien precisos” en la
actuación del régimen con el propósito de generar dos efectos: el primero de
ellos es crear una “narrativa oficial” distinta a la que indican los hechos,
buscando criminalizar a las víctimas y heroizar (y victimizar) a los verdugos,
y el segundo de ellos es “generar mucho miedo". Las
pautas que ve en este proceder indican que, por un lado, es recurrente la
activación de “mecanismos policiales y militares” cada vez que hay una
protesta, y, por otro lado, (y esto es muy importante) “que el grueso de las
detenciones se dirige contra un grupo poblacional bien definido: el de los
estudiantes” (http://www.lapatilla.com).
III
Llama
profundamente la atención en el caso de las violaciones cierto ataque a la
virilidad, que nos retrotrae a los tiempos de Gómez o Pérez Jiménez. Cuenta
José Rafael Pocaterra cómo a Andrade Mora lo colgaron “muchas veces por los
testículos en el cuartel San Carlos” para sacarle varias confesiones (Memorias de un venezolano de la decadencia,
303). “En Venezuela se cuelga a los comunistas de los testículos. Se les amarra
de una soga y se les sube hasta el techo” (201), le decía el Astrólogo a
Hipólita en la novela de Roberto Arlt Los
lanzallamas.
Por
su parte, durante la dictadura de Pérez Jiménez era frecuente torturar a los
perseguidos políticos con descargas eléctricas o quemaduras de cigarrillos en
los genitales. En las memorias de José Agustín Catalá, o la novela La muerte de Honorio de Miguel Otero
Silva, así como en el libro reciente de Américo Martí Ahora es cuando (2014) se cuentan esos casos.
Todo
ello no es casual. Muestran una terrible tradición, muy propia de la “comunidad
imaginada” venezolana.
Beatriz
González Stephan en “Héroes nacionales, Estado viril, y
sensibilidades homoeróticas” habla del vínculo del republicanismo
venezolano, y latinoamericano, con la escenificación de identidades masculinas.
“El sujeto letrado ha elegido dentro de su imaginación creadora el espacio de
la guerra (…) como el territorio idóneo para el establecimiento de una
comunidad (…) enteramente integrada por hombres” (97).
En
las torturas antes mencionadas hay una profunda desvirilización de los sujetos
castigados, una necesidad de someter su hombría, de despojarla, de rebajar el
ciudadano a una pérdida de identidad sexual que busca penetrar la autonomía de
su cuerpo desde un órgano tan reminiscente de fragilidades como el ano. “El
cuerpo es material. Es denso. Es impenetrable. Si se lo penetra, se lo disloca,
se lo agujerea, se lo desgarra”, recuerda Jean-Luc Nancy.
El
carácter homofóbico del chavismo reproduce esta ciudadanía sexualizada de la
que habla Beatriz González Stephan desde su negación. Los actos de tortura que
han perpetrado, como el que denuncia valientemente Carrasco, restituyen la
ideología paternalista y machista de esa tradición republicana viril,
militarista, al quitársela a otros. La simbología es clara y terrible: un militar anónimo
que “viola” con su fusil (un símbolo fálico) a un estudiante; no en balde al
final de la película Pelo Malo de
Mariana Rondón aparece Junior con el pelo corto, negándose a cantar el himno nacional. Se
trata de una “lección” de una autoridad distinta al de su padre o
maestro, una lección del Estado militarista actual.
IV
Dicho
lo anterior, quisiera moverme ahora en un plano más abstracto para pensar mejor
las implicaciones de estos actos. Torturar, a fin de cuentas, es una de las
formas más radicales de negación del “otro”.
Por
otredad me refiero precisamente a esa alteridad que representa alguien que es
distinto a uno por apariencia, por ideología, por creencia o razón social. Bien
decía Levinas que éste no es domesticable; no es un compañero con quien podemos
llegar a acuerdos, alguien que apareció y se moldeó a nosotros.
El “otro” se manifiesta, por el contrario,
encarnando una extrañeza irreductible, como alguien radicalmente diferente a
uno que nos interpela y nos cuestiona desde su presencia misma.
No
es fácil sin duda aceptar ese encuentro, porque va más allá del principio de la
tolerancia que busca, desde el consenso, reducir las diferencias. Pienso por
ejemplo en la terrible experiencia de
desencuentro que tuvieron los conquistadores con los indígenas, que no pudieron
resolver sino con la violencia y la imposición.
La
tortura es, por lo tanto, un modo de eliminar la diferencia, de someter lo que
no queremos aceptar, lo que nos molesta, nos da asco y odio. Busca deshumanizar
al “otro”. Atacarlo desde el cuerpo, desmoralizarlo con el sufrimiento. Al
final, lo que hace es denigrarlo, romper su vínculo personal con sus órganos y
su integridad física. No en balde el gran Quijote en el episodio de los
galeotes se horrorizaba con los tratos a los que sometían a los presos “porque
me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres”
(213).
Eso
es lo que viene sucediendo actualmente en Venezuela; los estudiantes representan una otredad que quieren negar con
el dolor. Pero esta forma de exclusión personal de la tortura tiene una
dimensión institucional que quisiera comentar, pues es la única manera de
entender cómo una de las constituciones más completas en cuanto a derechos
humanos se refiere y con un gobierno que se declara “humanista”, ha terminado
promoviendo actos como los que vienen sucediendo en estas semanas en el país.
V
Como
dije antes, no deja de ser paradójico cómo ese medio de violencia tan terrible
siempre ha estado vinculado con el testimonio y sobre todo la misma verdad. En la Grecia de la
antigüedad se le aplicaba a esclavos y extranjeros, nunca a los ciudadanos
libres, con el propósito de asegurarse la validez de su confesión. Sólo los que
gozaban de los derechos de ciudadanía poseían credibilidad y confianza.
Page
DuBois en Torture and Truth muestra
cómo las fronteras entre el ciudadano y el esclavo eran muy endebles, y la
tortura sirvió como marca para definir claramente la identidad del segundo. “La
hipótesis de DuBois es que el establecimiento del cuerpo del esclavo como
cuerpo que puede ser torturado (y que será necesariamente veraz al someterlo a
tortura) fue clave en la constitución misma del concepto de alethēia”,
explica I. Avelar (http://www.philosophia.cl).Más
allá de las consecuencias que genera pensar el vínculo entre confianza y
ciudadanía, es curioso ver cómo el ciudadano era aquel que no sufría tortura,
instaurando desde el centro mismo del derecho un punto ciego: la justificación
del dolor de los apátridas.
Esto
es terriblem, si vemos con cuidado, porque implica que para que la categoría de ciudadanía se hiciese
visible, necesitó compararse a otra que no lo fuese desde el castigo corporal.
Torturar marcaba entonces una previa pérdida de derechos del sujeto sufriente y,
en consecuencia, un proceso de “deshumanización” que era justificado por el
poder para delimitar y visibilizar mejor sus dominios ciudadanos.
Ahora, ¿por
qué me interesa este antecedente? Primero, porque sirve para pensar el problema
de la tortura saliendo de la zona binaria que sitúa la responsabilidad entre
una exterioridad malévola (barbarie) frente un interioridad buena
(civilización); bien lo muestra Coetzee en Esperando
a los bárbaros en el que el “imperio” termina torturando a unos supuestos
enemigos quienes no eran más que tribus nómadas. Segundo, porque nos sitúa en
un plano más complejo para entender que nuestros usos de la ley sirven en
cuanto son siempre movibles y cambiantes en la “polis”, sometidos a discusiones
entre muchos actores que tienen la potestad de hacer visible sus negaciones,
contradicciones y regiones oscuras, porque de lo contrario se estaría creando
las condiciones para un cambio de régimen ya no democrático, sino tiránico. Y
tercero, porque todo individuo y comunidad no está inmune al dilema de la
negación de la otredad, como pasa ahora con un supuesto gobierno “humanista”
que tortura a estudiantes inocentes sólo por pensar distinto; al no aceptar la
dimensión aporética de la ciudadanía, estamos potencialmente justificando
futuras operaciones de negación del “otro”
El primer paso al reconocimiento no sólo es
entender que nosotros mismos tenemos una región radicalmente distinta que
proyectamos fóbicamente en otras personas, sino que las
sociedades mismas dentro de su tejido institucional invisibilizan sujetos que
por ello están expuestos a futuras violencias; para evitarlo, éstas requieren
siempre del cambio y la discusión; sólo así ejercitamos lo que Derrida sugiere
en una cita: “el diálogo con el otro, el respeto a la singularidad y la
alteridad del otro lo que me empuja, siempre de una forma continua e
inadecuada, a intentar ser justo con el otro (o conmigo mismo como otro)”.
El
torturado, como cualquier otra víctima despojada de derechos, muestra el
carácter aporético de la idea de ciudadanía que nos viene desde los griegos. Entender esta “zona
ciega”, ese lugar oscuro o negado por le poder, como un problema ético para hacer comunidad es importante: desde ese
ejercicio es que se puede fomentar una verdadera conciencia ciudadana,
entendiendo ésta no como algo fijo y formal, sino como un trabajo de
consciencia individual y colectiva en constante movimiento autocrítico.
IV
Pero
los hechos son los hechos. Lamentablemente la lección que se imparte en la
“clase” revolucionaria en estos días de represión es otra, que duele todavía
aceptar. Su humanismo latinoamericanista y trascendental, poco crítico y menos
aún autocrítico, los pone en una posición de seguridad que hace ver a todo
disidente como peligroso desertor, generando terribles consecuencias por lo que
hemos visto “We were a family. How'd it break up
and come apart, so that now we're turned against each other? Each standing in the other's
light. How'd we lose that good that was given us?”, dice una voz en off en The Thin Red Line del cineasta Terrence
Malick mientras las imágenes van mostrando cómo los soldados norteamericanos,
llenos de miedo y furia, van masacrando a sus enemigos japoneses.
La
lección de estos meses es, en definitiva, la del dolor. Y lo que se aprende de
éste no es sino el odio, lugar en el que sólo se “habita” desde la negación y
el desamparo, lugar en el que el reconocido escritor y pensador, víctima del
nazismo, Jean Améry, descubre
que la "ignominia de la destrucción no se puede
cancelar". Ese es el no-lugar por excelencia, la negación y pérdida del “hogar”.
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