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"Es la mundanidad humana la que salvará a los hombres de los peligros de la naturaleza del hombre"
Hannah Arendt

28 octubre, 2014

Del gobierno grotesco al Estado esperpéntico


Juan Pablo Gómez
 
Si tomamos como principio básico del pesimismo la negación del progreso y la pérdida de esperanza en la civilización, tendremos que asumir que en Venezuela nos hallamos ante el pesimismo como condición y perspectiva. “Estamos en el peor de los mundos posibles” reza la máxima sumaria  de Schopenhauer. A día de hoy, no podríamos vacilar al decir “estamos en el peor de los países posibles” si consideramos las circunstancias a fondo y con detalle. Muchos saldrían a decir que en tal o cual país se vive todavía peor y no faltarían a la verdad. Pero el asunto está en considerar que esos países puede que no cuenten con la riqueza, el potencial y la historia del nuestro.  Es decir, nuestra situación no se justifica ni es fácil de explicar ni pretextar. La candidez, al estilo de Voltaire, se esfumó hace mucho y nos encontramos –por primera vez en nuestra historia- frente a una trágica vorágine de emigración masiva, justamente por parte de quienes son las más conscientes y asumen que no merecen esto, que este no es ya el país en el que nacieron y crecieron. Las razones más alegadas para el abandono del país: la criminalidad, la inflación y, ahora, el desabastecimiento. Razones comprensibles y justificadas. A tal punto que nadie pide explicaciones, sino datos, vías u opciones de escape para, a su vez, tratar de hacer lo mismo. Quien no está emigrando, está buscando la forma de hacerlo (aunque sea a largo plazo o a través de sus hijos). Pero tampoco vale mucho hacer una lista de lo que está mal y achacar las responsabilidades directas en determinados gobernantes, si antes no hacemos una valoración más general y precisa. Venezuela padeció una crisis económica y una debilitación peligrosa de la institucionalidad en los años 80. El caracazo fue la consecuencia más cruentamente visible porque se dio en forma de estallido. El país requería una revisión de sus cimientos institucionales. Buena parte de la población rural se movilizó hacia las grandes urbes, sobre todo hacia Caracas, creando una serie de gigantescos anillos marginales, es decir, personas que viven al margen (de la ciudad, de la vida social, del acceso a las oportunidades de vida digna, etc.). El proceso llevaba décadas y fue paulatino e incesante hasta hacerse cada vez más insostenible: corrupción, criminalidad e inflación empezaron a cabalgar con fuerza sobre nuestra realidad social. A eso habría que sumarle la desgraciada condición histórica de país rentista y fuertemente enviciado por la mala administración y  peor distribución de los recursos. La pobreza acrecentó y la clase media se debilitó. El país estaba listo para emprender un proceso de renovación política, social y económica que reactivara la participación de las grandes mayorías en la toma de decisiones sobre los bienes comunes. Dos intentonas golpistas y la deposición de un presidente labraron el camino para un intento de redención en 1998: convocar una asamblea constituyente, sanear la institucionalidad y democratizar a la sociedad. El proceso fue tan fulgurante y exitoso que sembró las bases para una nueva crisis institucional. El desmontaje del Estado burgués sólo sufrió unos retoques de fachada y se aprovechó el relevo de individuos de acción política para terminar de sepultar cualquier posibilidad digna y seria de renovación. Es decir, el remedio fue peor que la enfermedad. El chavismo instaló el discurso eternamente revanchista (clásica artimaña de imposición) y reivindicador sin ofrecer cambios reales: justamente el cambio más patente ni siquiera es el discurso mismo sino su forma violenta. Ahora el pueblo está en el poder, suelen decir. Su estrategia es la visibilización de los pobres. No más que eso. Olvidando que es la máxima “democrática” de siempre y es sólo un truco más dentro del amplio espectro de dominación y de mantenimiento del poder. Pervirtiendo también la posibilidad de sacarlos de la pobreza, a cambio de tomarlos como objeto y fin de todas las supuestas acciones benefactoras que nunca se demuestran con números.  A eso hay que sumarle el proceso menos visible de la regresión: el chavismo asumió como bandera la incorporación de todo lo que había sido relegado y de todo lo que se había quedado atrás. Pero eso también incluye un importante cúmulo de primitivismo y sordidez que entran en el paquete. Este punto es uno de los más álgidos y complejos de todo el proceso, justamente porque es inaccesible a la racionalidad. Luego está la incorporación doctrinaria de la Fuerza Armada nacional. A esto se le suma la bonanza petrolera de la primera década de este siglo y, también, los desaciertos en forma y fondo de las estrategias de políticos que trataron de ofrecer alternativas. El resultado es un sistema grotesco: control de cambio, control de precios, control mediático, control jurídico, control militar y control institucional por parte de una serie de individuos que conforman grupúsculos de poder y que parecen  estar dispuestos a cualquier cosa con tal de no perder el poder. Uno de ellos llegó a decir que no quitarían el control de cambio nunca porque si lo hacían, les tumbarían el gobierno. Es decir, lo que importa no es el país sino que ellos se mantengan gobernando. Además se hace cada vez más evidente la multiplicidad de sujetos ejerciendo el poder y tomando las decisiones (algunos desde la sombra). Esto ha ocasionado incluso enfrentamientos directos entre organismos de seguridad del Estado. Para no entrar ya en el debate sobre los colectivos armados, “patriotas” cuando les conviene y “delincuentes” cuando dejan de convenirles. Adicionalmente, están las escabrosas muertes de Montoya, Otaiza, Serra, Odremán y los asesinatos de múltiples escoltas de altos funcionarios, dejando entrever el desaguisado general de los cuerpos policiales y los entes gubernamentales  Las luchas intestinas dentro del partido de gobierno (PSUV), así como la disidencia interna, son sólo síntomas de un malestar generalizado dentro de una revolución que perdió el norte (no se sabe si realmente lo tuvo alguna vez), y que está en vías de entrar en una todavía más precaria situación económica, debido a la caída de los precios del petróleo. Lo grotesco es lo  “ridículo, extravagante, grosero, irregular y de mal gusto”. Así nuestro gobierno no guarda relación alguna con las formas y vive exclusivamente de un aceitado sistema de dominación por todos los medios posibles. Justamente, la revolución ha consistido en un proceso de deformación perenne; una descomposición moral, anímica y económica de nuestra sociedad. Los revolucionarios lo justifican todo en base a la abstracción de igualdad y justicia y en su afán, se lo llevan todo por delante, empezando por ellos mismos.  “Las revoluciones prosperan en la precariedad”, llegó a afirmar un célebre artífice de las políticas económicas del chavismo. Que la gente dependa cada vez más del Estado y que el Estado se vuelva cada vez más esperpéntico. Lo último a lo que estamos llegando es a la desmotivación y desvalorización del trabajo. La gente se está dando cuenta que la diferencia económica entre trabajar y no hacerlo es cada vez menor, por tanto, se abre un abanico de atajos para hacerse con ingresos que no favorecen en nada al bien social y común. Y es esa la descomposición social definitiva. Como diría Groucho Marx: “Estábamos al borde del abismo…..pero dimos un paso al frente”. ¿Qué es el esperpento? Un hecho grotesco y desatinado. Todo se reduce a un desatino inconmensurable que habrá que recomponer algún día. Pero vislumbrar esperanza se torna arduo cuando el sistema hace del ciudadano su víctima necesaria, como decía Schopenhauer que hace el mundo con el ser humano.

01 octubre, 2014

El oscuro señor Otro: ¿Tiempos líquidos y/o autoritarios?


el momento instituyente, fundador
y justificador del derecho implica
 una fuerza realizativa,
(…) y  una llamada a la creencia
Jacques Derrida

Juan Cristóbal Castro

La anécdota es de Slavoj Žižek. La diferencia entre un padre moderno de uno posmoderno radica en el tipo de regaño que le da a su hijo. El primero  dice: “no me importa lo que sientas, pero visita a tu abuela”. El segundo esgrime en tono más dulce: “sabes lo tanto que te quiere tu abuela, ahora quiero que la visites sólo si te provoca”. Para el “Elvis de la filosofía” la segunda fórmula es más efectiva. ¿La razón? Simple: no sólo te manipula sentimentalmente, sino que te hace creer que decides de forma libre; funciona mejor, para ponerlo en términos althusserianos, la dimensión de la “interpelación”.
La anécdota sirve para pensar, no sin cierto esquematismo, las diferencias entre los regímenes de autoridad de la democracia representativa y lo que una vez en Venezuela se dio en llamar “democracia participativa”. Si la primera habla por ti (te “re-presenta”), la segunda lo hace por igual, pero muchas veces usando tu boca y haciéndote sentir mal si no “participas”. Desde los noventa a los venezolanos les dio por hacer asambleas por todas partes, sintiéndose “libres” cuando detrás hablaban el mismo vocabulario del mandamás. Así siguió y, detrás del proceso constituyente que terminó en uno de los documentos más perfectos en cuanto a derechos humanos, estaba el voluntarismo chavista usando la voz de todos.
Pensemos en La Ola. El profesor Rainer Wenger es alguien que se viste de chaqueta de cuero, oye Ramones, es “cool”. Al proponer el curso sobre “dictadura”, ejerce los medios más eficaces de la “democracia participativa”: decide en votación con sus estudiantes las reglas a seguir, consulta, discute. Todo perfecto, pero al final, termina de forma autoritaria. ¿Por qué? Detrás de su igualitarismo, estaba el régimen de autoridad de la escuela y la experiencia del profe, funcionando como factor que inducía las decisiones de todos, quienes al seguir las prácticas del culto personalista y de secta, terminaron siendo atrapados por ellas. La misma historia sucedió en muchos lugares. Venezuela es un ejemplo reciente.
Ahora, esto no quiere decir que al régimen de autoridad de la democracia representativa no tenga también sus problemas. Tampoco quiere decir que muchas de las propuestas de la democracia participativa, tanto en sus vertientes comunitarias como en las profesionales, no sean importantes y renovadoras para estos tiempos.
El problema no va por ahí. Va por otro lado.

Autorictas versus transparencia
Por un tiempo se quiso pensar los cambios históricos entre una y otra vertiente como tábula rasa. Craso error. Las transformaciones sociales y culturales no se dan sino como nuevas formas de intercambio entre distintas instancias, nunca como formas de superación radical; todavía los reyes existen en el mundo, por más cool republicanos que queramos ser, lo que cambia es su manera de actuar junto con un parlamento, unas leyes y una ciudadanía.
Hasta ahora yo no he visto que los “indignados” y la “multitud” hayan podido establecer un régimen propio, o hayan podido cambiar el Estado o el mercado; todavía las minorías organizadas siguen siendo más fuertes que las mayorías anarquizadas, lo que no quita que sean formas de protesta legítima. Menos aún he visto que, por votaciones primarias, se tomen decisiones correctas. De modo que todavía los partidos nos sirven como mediadores en ciertos asuntos, y el modelo republicano de la autonomía de los poderes (legislativo, judicial y ejecutivo) sirve como forma para limitar el ejercicio soberano del Estado, que sigue viviendo bajo formas des-territoriales, mafiosas y caudillescas en muchos casos, como el venezolano.
Si estoy en lo correcto, entonces la democracia participativa para que no devenga en un mecanismo tiránico, o en una promesa espuria y falsa, debe tener una régimen de autoridad que sea parecido al sistema de la democracia representativa, por decirlo forma chata. Dicho así, lo importante es pensar mejor ese régimen de autoridad en estos tiempos.
¿Pero cómo hacer ese ejercicio, si uno de los fetiches de nuestra era “post” es “liberarnos” de cualquier forma de “autoridad”, que ven como sinónimo de autoritarismo? Por un lado los comunitaristas y ultra liberales, exigiendo formas de participación y transparencia como un absoluto; por otro lado, neoliberales imponiendo la lógica de la productividad, la eficiencia, la estadística y el número por encima de cualquier otra instancia de valor.
El resultado fatal es que en los países endebles, faltos de una tradición institucional, esas demandas terminaron diluyéndose en nuevas formas de autoritarismo anti-político. La necesidad de cambio obligó a apostar así por el voluntarismo personalista, modelo cultural que aparece en tiempos de crisis. Y es que para sobrevivir como sociedad siempre necesitaremos de cierto orden. Los estudios del padre Alejandro Moreno bien lo muestra: a falta de autoridades (maestros con prestigio, padres en el hogar, doctores con orgullo de serlo), son los malandros lo que mandan.
El problema, dicho de otra forma, no es socavar la autoridad en la utopía de la transparencia participativa. El problema es qué tipo de autoridad queremos: una plural que involucra instituciones y distintos regímenes, que pueda ser más efectiva en sus distintas instancias sin dejarse chantajear por la demanda de productividad de los tiempos competitivos, o una absoluta que “hable por nosotros” y nos escuche e interprete  y entienda.
Detengámonos brevemente en este punto.

El orden de la pluralidad
            Por lo general cuando pensamos en autoridad la vinculamos con “dominio”. Para Myriam Renault d’Allones es la “antítesis del ‘imperium’ y de la ‘potestas’” (30). No ordena, sino “propone” y “rectifica”. Aunque está muy vinculada al poder, se diferencia de él porque tiene un suplemento que reside en la creencia y una dimensión de “reconocimiento”, que promueve eso que Hanna Arendt catalogó de “disimetría no jerárquica”.
            En Venezuela se piensa que hablar de autoridad es hablar de autoritarismo. Lo curioso es que los feministas, descoloniales, subalternistas, que siguen al gobierno y critican las instituciones, prefieren defender a un militar chapucero que tortura a estudiantes y vigila la población, que a un profesor de una universidad o un político de un partido o a un sindicalista.
            Que quede claro: la autoridad ni es lo contrario de democracia y participación, ni es  lo mismo que poder. Se mueve en otro plano. Tampoco la misma democracia moderna es sinónimo de participación e inclusión, y menos aún de elección, a menos que creamos que lo que Pilatos hizo con Cristo fue democrático, o que Hitler fue un gran demócrata por llegar al poder por elecciones.
La democracia moderna, como lo han dicho muchos especialistas, es un régimen de construcción permanente de lo común, algo que se da en una tensa conjunción de valores y mediaciones republicanas, liberales y populares, que buscan satisfacer demandas de inclusión heterogéneas y disímiles: de minorías, mayorías, excluidos, subalternos y profesionales. Por ello requiere de una constante intermediación de distintas formas de autoridad.
            Así como no existe un lugar de pura transparencia en el lenguaje, siempre mediado por creencias y valores, tampoco existe un punto cero de igualación total, de cero autoridad, que resulta además de homogeneizador, profundamente violento. De hecho, ese es el imaginario más frecuente usado por los más grandes tiranos; fetiche que prodiga por cierto muchos seguidores de la “democracia participativa”.
            Un poder para que tenga autoridad debe generar cierto grado de credibilidad, y a la vez debe ser reconocido por los que lo siguen. Por ejemplo, para que un entrenador genere respeto debe de tener experiencia, conocimiento, coherencia, honestidad, y a la vez tiene que gozar de la consideración de sus jugadores, porque de lo contrario, no lo obedecerían; no tendría “autoridad”.
            Para los romanos, siguiendo a Myriam Revault d’Allonnes, la fuente de autoridad reside en la tradición y la memoria de los grandes, mientras para los griegos residía más bien en la capacidad de la “polis” de rehacerse continuamente; también uno puede ver cómo en la Edad Media fue importante el principio de encarnación del cuerpo del rey como cuerpo de Dios.
Con la modernidad hubo una crisis de estos regímenes de autoridad, según advierte la filósofa, en el sentido no sólo de que empezó a cuestionarse algunos de los presupuestos metafísicos de estos órdenes, sino que se pluralizaron las formas de autoridad, complejizando el panorama.
El sujeto cartesiano no sigue ningún orden por encima de sí mismo. No tiene vínculo con el pasado. Sólo tiene la duda; recordemos lo que le criticaba Hamman a Kant del peligro purista de ver la razón fuera de la tradición y la creencia. Frente a eso, se dieron varias formas de autoridad. Además de las ya mencionadas, que siguieron su vida en ciertos rituales institucionales, está la autoridad contractual (el pacto entre varios, que produce leyes) y la autoridad de eso que Max Weber llamó “carisma”, arma de doble filo para muchas democracias.
            Myriam Revault d’Allonnes, destaca la dimensión temporal de la autoridad, vinculada con la tradición: “se sitúa simultáneamente hacia atrás, como fuerza de proposición, y hacia delante, como elemento de ratificación o de validación” (30). También consideró el reconocimiento como un contrato de “creencia” en eso que Weber llamó “herrschaft”; eso quiere decir que a la autoridad le delego mi poder por un tiempo porque creo en sus capacidades, como sucede en el ejemplo que cité con los jugadores y su entrenador.
            La autoridad es entonces plural en estos tiempos, necesita de una reciprocidad entre quienes la ejercen y la siguen, basada en un suerte de pacto de creencia, en eso que Paul Valéry llamó “fiducia”. Además, no es absoluta: dura lo que el pacto establece. Y, por último, se sostiene en una dimensión temporal en la que entra la posibilidad de recrear y actualizar una tradición
            Ahora, aclarado estos puntos, voy a Venezuela.

Punto poco fijo
            Sabemos la historia. El proyecto y la cultura política que se abrió con el “pacto de punto fijo”, denominado por Juan Carlos Rey como “sistema populista de conciliación”, se vino abajo y no hubo la suficiente voluntad de reactualizarlo bajo las demandas de la nueva realidad de los noventa.
Este sistema se dio como una “gran coalición o alianza, en parte expresa y en parte tácita, de partidos  políticos y grupos sociales diversos, heterogéneos y poderosos, basada en el reconocimiento de la legitimidad de los intereses que abarca y en la creación de un sistema de negociación, transacciones, compromisos y conciliaciones entre ellos”, advierte el politólogo venezolano. 
Uno de sus pilares eran los partidos en alianza con otras instituciones de importancia: los sindicatos (CTV), el sector privado (Fedecámaras), las fuerzas armadas (Alto Mando Militar) y la misma Iglesia. Pero para consolidarse, para proponer un cambio de cultural política radical en el país, debió valerse de recursos imaginarios, simbólicos, que iban más allá del formalismo institucional, de la propuesta electoral, o de la mera necesidad de un pacto de convivencia.
Esta legitimación tenía un soporte imaginario que, a diferencia del culto bolivariano del que se valieron los autócratas Páez, Guzmán Blanco o Gómez, buscaba acercar a la gente y convencerla de formar parte de la nueva forma de gobernar. Este imaginario fue el credo popular. Si uno rastrea todo el trabajo de la generación del 28 se dará cuenta que ellos fundan una suerte de ficción nacional-popular en obras de literatura, en estilos de hablar, escribir y pensar, en formas del folklore, y de usar el cine y la radio, que sirven para modelar ese nuevo sujeto venezolano que va a terminar siendo el ciudadano “nacional” después del pacto de punto fijo.
Fue una manera de anclar en el imaginario de una Venezuela todavía semi-rural y analfabeta, campesina, los presupuestos de una democracia y su tejido institucional. Tuvo ciertamente sus fallos y, quizás ya en los mismos sesenta con las nuevas generaciones de intelectuales y creadores que estaban abriéndose a otras estéticas y discursos, se veía sus suturas y limitaciones (entre ellas, el mismo personalismo populista, cuyos residuos quedaron firmemente anclados en nuestra cultura y que sirvió a Chávez para llegar al poder).
Ahora bien, estas formas de hacer política del “puntofijismo” en los ochenta y noventa entran en crisis, como bien lo han dicho muchos, porque no pudo renovarse y perpetuarse bajo las nuevas condiciones sociales y culturales de la era global. Por eso quiero pensar mejor esa coyuntura.

Multitudes y subjetividades
Más allá de los factores que he mencionado, es bueno considerar un factor general que nos puede servir para pensar esta crisis de régimen de autoridad. Me refiero al cambio, para ponernos un poco posmarxistas, de un modelo capitalista fordista a uno post-fordista. Erik Del Búfalo desarrolla una inteligente reflexión sobre ello. En Capitalismo 2.0 advierte que en esta era el capitalismo es inmaterial (la fuerza de trabajo opera cada vez más en las nuevas tecnologías), hay una mayor flexibilización del trabajo y mayor rapidez en nuestras maneras de actuar, lo que determina que nuestras formas de establecer regímenes de autoridad sean más volátiles y plurales.
Otro punto que destaca son las limitaciones de la categoría de “clase” como paradigma interpretativo para pensar la sociedad. Con Marx era claro ver las diferencias entre la clase obrera y la burguesía, pero en estos tiempos con el auge de la cultura de masas y otros medios de comunicación, y los cambios del capitalismo pos-fordista, se complejiza esta noción con lo que muchos teóricos han hablado como “modos de vida”.
Una persona del barrio con muy bajos ingresos puede compartir estilos de música, de cine, usos de lenguaje, más con alguien de clase alta que con su mismo vecino. Esto, por supuesto, no quiere decir que no haya pobres, o excluidos, sino que relativiza los usos de estos conceptos, que han sido férreamente utilizados por el gobierno y por la oposición “oficial”.
Para los partidos y los políticos esto significa una mayor fragmentación de su militancia, que ya no se construye bajo perfiles clásicos como el de la masa obrera, sino aparece desde demandas más diversas: de ecologistas, de afroamericanos, de grupos promotores de diversidad sexual, y otras comunidades y subjetividades (patineteros, motorizados, hipoperos), junto a los reclamos de mejores condiciones de vida, de sueldo, de participación.
Claro, insisto que los cambios nunca son “tábula rasa”. Todavía siguen habiendo elementos muy particulares de distinción entre las clases, y el capitalismo fordista sigue conviviendo con el post-fordista. Lo distinto es, como trato de decir, que se abrió un nuevo sistema de relaciones que no hemos podido dilucidar bien.

Cambio de la política
Este nuevo momento que viene dándose desde los noventa se mostró en el campo de la política en un nuevo sistema de relaciones de poder. Pierre Rosanvallon propone pensar estas nuevas formas de hacer política bajo tres tendencias: la vigilancia, la denuncia y la calificación.
La primera es fácil: el poder no sólo nos vigila, sino también se expone a la vigilancia ciudadana, gracias a las tecnologías y las redes. Grupos sociales disímiles usan tantos los medios como las calles para protestar cada vez con más frecuencia (nuevas formas de activismo), y autoridades “notables” desde distintos emporios critican, rebajan o pontifican. También está la cada vez constante tendencia de ser auditado y evaluado para ver la eficacia y la productividad de los trabajos, así como para comprobar que no hay robo o peculado.
 La segunda, la denuncia, muestra lo fácil que es ahora criticar. Nunca antes como en estos tiempos el cuestionamiento es escuchado y diseminado por muchos lados, incluso cuando es una simple difamación. El mejor ejemplo es se ve en el periodismo en sus diferentes modalidades (amarillista, militante, profesional): hace seguimiento a los personajes públicos con más pericia y de manera más personalizada con miras a poner a prueba su reputación y prestigio.
Finalmente, la tercera tendencia, la calificación, consiste “en la evaluación documentada, técnicamente argumentada, a menudo cuantificada, de acciones particulares o de políticas más generales”, dice el autor. Cada vez más aumentan las maneras de hacer seguimiento y peritaje de las acciones de nuestro gobernados y líderes y calificarlos frente a su productividad.
En el período que abrió el pacto de punto fijo las diferencias se dirimían en el terreno de lo electoral y de la negociación de élites (representantes de los sindicatos, de los partidos y otras instituciones, en la clásica reunión de whiskeys y repartos, que no dejaban de ser importantes). Pero esas formas de lidiar con el conflicto sufrieron una gran eclosión, por decirlo de una forma.
Dos fueron las razones: la refracción de los sujetos y comunidades (los  obreros o estudiantes, sujetos privilegiados de los partidos, ahora veían aparecer otros sujetos: ecologistas, feministas y demás grupos y subgrupos), y la difícil confrontación con estas nuevas formas de democracia que bien describe Rosanvallon, donde los medios empezaron a ocupar un rol muy importante.
La imposibilidad de lidiar con las nuevas tensiones y demandas de esta realidad abrió, en definitiva, el campo para la llegada del chavismo, un movimiento de poder personalista que usó muy bien el quiebre que generó esos contrapoderes y comunidades para acabar lo poco que quedaba de autoridad en las instituciones representativas (y otras más) y en los avances de la cultura política que se había logrado; tan es así, que hasta pervirtió el pacto electoral, violando la sana competencia que requiere éste para que sea justa.
Sé que es fastidioso volver a ese tema, pero me parece importante recordar algunas cosas que olvidamos muy rápido.

Caudillos transparentes
¿Qué hizo Chávez? Fácil: tomó a Bolívar, a los subalternos heroicos del populismo nacional, a Cristo, al anti-imperialismo latinoamericanista renovado por la invasión a Irak del neocon Bush, y a cuanto símbolo había con prestigio, para promover un ideario personal. Encarnó al pueblo y al país. Y así, junto al referendo continuo que siempre fue visto como sinónimo de democracia participativa, erigió así una autoridad absoluta, trascendental, que por más abierta que fuera, tenía su límite: dependía de él.
Desde ahí fue minando las otras formas de autoridad: las del maestro, quien debía seguir su ideario porque si no, no educada bien; las de los padres, que tenían que rendir pleitesía o de lo contrario, no enseñaba bien los valores revolucionarios; las de los gerentes, entrenadores, médicos, periodistas, y gentes mayores de edad, que pasaban por el mismo dilema.
Un estado general de desconfianza fue acabando con las posibilidades de seguir otros regímenes de autoridad, y cuando eso sucede, ya no hablamos de autoridad sino de autoritarismo.
Ahora bien, lo curioso es que se valió de un elemento que ya estaba en la sociedad: la demolición de la credibilidad por parte de la comunidad “líquida”, la intensificación de una de las tendencias de la contra democracia de Rosanvallon. ¿No fue por ejemplo el discurso de la corrupción un elemento clave en la desmoralización de los partidos, promovida por los medios y algunas agencias de “corrección política” internacional y que Chávez muy bien usó?
Vivimos actualmente en una sociedad de control donde todos nos vigilamos y nos vemos con sospecha. Una de las formas de (contra)democracia actual, siguiendo a Rosanvallon, se ha ido imponiendo sobre los demás, creando con ello una obsesión por la transparencia que dinamita cualquier forma de relación amplia: “La sociedad de la transparencia es una sociedad de la desconfianza y de la sospecha, que, a causa de la desaparición de la confianza, se apoya en el control”, explica Byung-Chul Han. “La potente exigencia de transparencia –agrega- indica precisamente que el fundamento moral de la sociedad se ha hecho frágil, que los valores morales, como la honradez y la lealtad, pierden cada vez más su significación”.
Esta es la raíz del esquema neoliberal de productividad, que ha invadido desde los noventa todas las instancias de autoridad e institucionalidad (educación, gerencia, deporte, cultura), imponiendo un solo patrón (costo y beneficio) sobre otros valores, y prodigando la sospecha como su fórmula preferida para atacar lo “improductivo”. Bajo ese sino la autoridad del partido y el político cayó en desprestigio: ya no se confía en su labor; sus reuniones son de reparto, sus acciones son siempre lentas, no resuelven nuestras demandas. Tan es así, que no hace mucho “notables” líderes hablaban de hacer primarias para votar por el secretario general de la MUD.
Chávez, que era astuto y con buen olfato, logró estar en el poder y prodigar esa desconfianza a niveles nunca antes visto en nuestra historia republicana. Recogió nuestra educación posmoderna en la sospecha y la diseminó como nunca en nuestra sociedad. Con ello logró, no sólo justificar su poder trascendental, sino algo peor: que no podamos crear una alternativa sólida.
La pregunta que uno puede hacerse ahora es clara: ¿cómo restablecer las fuentes de autoridad de la democracia representativa y de otras instituciones, minadas por el chavismo, que a su vez puedan satisfacer estas demandas que he descrito, muchas de ellas propias de la democracia directa?

Tiempos nuevos
La respuesta no es fácil. Propongo pensarla, tomando en cuenta mis limitaciones en este asunto de “especialistas”, en dos dimensiones: una individual, otra institucional.
A nivel individual, el político debe ser dúctil y accesible, sin dejar de ser coherente; responsable e inteligente, sin dejar de usar un lenguaje popular; consciente que su oficio conlleva compromisos con diversas instancias sociales y públicas, pero también proyecciones inconscientes de ciudadanías cada vez más diversas. En la actual situación venezolana, debe rescatar una instancia que ha perdido notablemente: el ejercicio ciudadano e intelectual.
Para ello debe trabajar en tres frentes. Uno verbal: promover una pedagogía argumentativa, que destaque el valor de la palabra para persuadir, ahora que tiene más visibilidad dentro de la comunidades que atiende y ahora que es más fácil estar expuesto a la discusión, y eso significa también proveer formas para conectar en sus discursos la satisfacción de necesidades (comida, luz, servicios) con la necesidad de rescatar valores institucionales (libertad, respeto, igualdad, compromiso). Otro cultural: hacer ver que en todo momento es parte de una tradición institucional, que rescata y actualiza para un futuro mejor, que no está sólo sino es parte de una herencia. Y otra social: escuchar y entender distintas comunidades, trabajar con especialistas que ayuden a realizar en concreto formas viables y creativas de vivir en común: parques, plazas, museos, bibliotecas, actividades culturales y deportivas.
A nivel institucional, los partidos y otras instancias “representativas” deben establecer nuevas formas de relación con las demandas y subjetividades de estos tiempos, siguiendo algunos preceptos de la democracia participativa y de los valores multiculturales, sin caer en sus chantajes. Paralelamente, siguiendo a Myriam Revault d’Allonnes, debe hacer el esfuerzo de insertarse dentro de una tradición republicana que mezcle las tradiciones populares propias del país, actualizándola con algunos valores multiculturales que vivimos en esta era global.  
Lo último, a mi modo de ver, es muy importante. Si el chavismo es una mezcla de lo peor del culto bolivariano con los residuos del culto popular, que evidenció que en ambos se esconde el imaginario personalista, es bueno entender que se hace necesario trabajar una política cultural e identitaria distinta que tenga suficiente fuerza para darle anclaje y legitimidad a las instituciones democráticas. Sin un imaginario republicano sólido y dinámico, poco podremos hacer. No veo otra instancia. Lamentablemente nuestros políticos insisten en citar a Vírgenes y Santos, y se olvidan qué más han hecho por el país un Brito Figueroa o un Vargas, que estas entidades espirituales que corresponde a otro orbe, muy legítimo por cierto.
La maquinaria clientelar, que el chavismo aprendió de atrás, interpela a un sujeto siempre necesitado que necesita de un hombre fuerte. Sin dejar de considerar esa terrible tradición, es bueno buscar maneras de “socializar” el discurso  y los valores sin propagar esta forma de interpelación, que ya de antemano excluye.
La ausencia de una estrategia concreta y posible en las movilizaciones de estos últimos meses, por no decir la manera tan irresponsable con que se afrontó la situación (para unos, como los chavistas, todo era de “clase media”; para otros, como los “notables”, era cuestión de voluntarismo y salir a dejar la vida), para dejárselos a los estudiantes y a los militares, dice mucho de las deficiencias de nuestra “oposición”.
Si la verdadera “salida” es la “entrada” a las elecciones legislativas u otra alternativa, ¿tendremos la suficiente fuerza para capitalizar el voto o las movilizaciones de mucha gente cada vez más disgregada e incomunicada, por falta de medios, para enfrentar los chantajes, compras y controles del gobierno?
También habrá que preguntarse si tendremos fuerza de reacción en caso de que de nuevo las instituciones maduristas armen una más de sus trampas, o si sus militares desarrollen nuevos métodos de represión. Porque hasta ahora, con el respeto que se merecen, no ha funcionado la respuesta el tiempo de Dios o la nostalgia por un Caracazo para redimirnos, y menos aún, las salidas a pegar gritos y poner los cuerpos para morir “libres” sin un plan claro y coherente.
           
Poder y autoridad como relación
Vivimos un momento de pluralización de la política y de diversificación de los regímenes de autoridad. Frente a ello, Venezuela respondió en los noventa con volver a la sombra del hombre fuerte. Es tarea ahora de nuestros políticos y ciudadanos proponer otra vía de reinstitucionalización acorde con los tiempos.
Participación deliberativa, no igualitarista, y autoridad institucional, sin fetichismo idolátrico, necesitan repensarse. Si la primera es un ejercicio constante de secularización de lo común, de llevar al terreno de lo histórico y lo concreto nuestros proyectos de vida social, la segunda es una práctica constante de ordenamiento y fijación trascendente de lo público, que busca darnos referentes de vivencia que no se queden atrapados en la satisfacción egoísta e inmediata.
Ambas se necesitan: la segunda establece los marcos a partir de los cuales la primera se conduce, es decir, sus normas y horizontes, mientras la primera actualiza y transforma los presupuestos de la segunda para no cosificarse o hacerse autoritaria. Ambas están (re)configurándose en la calle, con protestas y marchas, y en las oficinas y en los buró con negociaciones y acuerdos. Su sobrevivencia está en las acciones y en las discusiones, en las discordias y los encuentros que logren establecer nuevas relaciones de convivencia dignas y dinámicas. De su interacción conflictiva nace la política, el ejercicio constante de hacer comunidad.
Si me empujan mucho, estaría tentando a proponer un modelo de lo que llamaría como una “democracia relacional”, pero no me tomen en serio porque no soy politólogo y no entiendo de estadísticas, focus group o encuestas. En todo caso, esa democracia sería una que rescate los parámetros institucionales más importantes de la democracia liberal y representativa, con las demandas viables de la democracia participativa; un modelo de democracia que pueda vincular valores republicanos (educación pública, autonomía de los poderes, salud), con valores liberales (libertad de culto, de prensa, de mercado) y con valores comunitarios y ultra-liberales (grupos, cooperativas, ong’s y asociaciones de diversa índole).
Sería una democracia que pueda trabajar en dos dimensiones. Que busque constantemente relacionar lo macro (ajustes económicos, deudas públicas y demás políticas del Estado) con lo micro (satisfacción de intereses de las diversas comunidades y subjetividades que pueblan el país).
Pero no necesito ese empujón. Creo que es lo que se viene tratando de hacer en Venezuela con una verdadera alternativa, si prevalece la buena voluntad sobre los liderazgos personalistas, y si de verdad nos dedicamos a “pensar” bien.
Ahora, ya para cerrar, destaco un punto. Es claro que muchos de nosotros hemos aprendido la necesidad de las instituciones, y sobre todo la de los partidos, pero la gran pregunta que hay que hacerse con mucha honestidad es si somos capaces de entender y aceptar bien sus nuevas formas de relación y autoridad en los tiempos que vivimos y bajo las realidades que nos dejó el chavismo.
Amanecerá y veremos.



Bibliografía
Del Búfalo, Erik. “Capitalismo 2.0”. http://nagarimagazine.com/capitalismo-2-0-conferencia-erik-del-bufalo/
Han, Byung-Chul. La sociedad de la transparencia. Barcelona: Herder Editorial, 2013.
Revault d’Allonnes, Myriam. El poder de los comienzos: Ensayo sobre la autoridad. Buenos Aires: Amorrortu, 2008.
Rey, Juan Carlos. “Esplendores y miserias de los partidos políticos en la historia del pensamiento venezolano”. Caracas: Boletín de la Academia Nacional de la Historia, N 343, 2003.
Rosavallon, Pierre. La contrademocracia: la política en la era de la desconfianza. Buenos Aires: Manantial, 2007.