Cecilia Rodríguez Lehmann
En el año
2006, Hugo Chávez inaugura la planta chocolatera El Cimarrón y la presenta como
una empresa de gestión socialista que se
escapa de los circuitos del capitalismo. El Cimarrón pretende cubrir parte de
la demanda nacional de chocolate y a su vez exportar sus productos a países
como Siria o Rusia. Durante la inauguración de esta chocolatera, el presidente –en
cadena nacional– insistió en que el cacao se convertiría en un
producto estratégico para una “nueva política económica internacional” (31 de
octubre 2006). La idea era invadir el mundo de chocolate en lugar de
petróleo.
En esa
alocución, Tatiana Pugh, presidenta de la Corporación Socialista del Cacao Venezolano,
describió así el trabajo de la chocolatera: “Estamos conformando cuerpos
combatientes productivos, integrados por 15 compañeros, compañeras, que
pertenecen al consejo de productores que arrima su producción a la planta de
mango de Ocoyta. Son 15 combatientes elegidos en asamblea de ciudadanos y
ciudadanas. Ellos, de forma voluntaria, van limpiando y rehabilitando, cada una
de las haciendas que son propiedad de los pequeños productores de la zona”.
Estos cuerpos
combatientes se constituyen en una suerte de batallones que se han apoderado de
las haciendas –símbolo ineludible de los capataces, la explotación, el
capitalismo– y las han convertido en espacios sociales de producción. La
dimensión épica de estos trabajadores los coloca en un orden simbólico donde
sus cuerpos –figurativos y reales– batallan directamente contra ese otro
opresor que parece estar siempre en pie de lucha. El cuerpo es el actor y al
mismo tiempo el lugar donde opera el enfrentamiento.
La perspectiva
épica y rebelde de los cuerpos combatientes socialistas puede apreciarse con
claridad en las palabras del propio Chávez: “La magia de Barlovento, este barro
mágico, esta tierra mágica, rebelde, tierra rebelde, cimarrona, cimarrón, mejor
nombre no han podido darle, cimarrón, cimarrón”.
La imagen del
esclavo que se rebela contra el amo, el esclavo insurrecto, parece convertirse
aquí en una síntesis del chavismo y de su lucha contra los eternos poderosos,
pero también en una alegoría de lo nacional que se monta, casi sin querer,
sobre un imaginario decimonónico. El cuerpo del esclavo, musculoso, fuerte,
batallador, negro, retoma una vieja imagen de ese otro que es reducido a sus
formas estereotipadas y exotizantes. El chavismo recurre una vez más al siglo
XIX como un acervo no sólo de retórica libertaria –conocemos de sobra el puente
que establece el chavismo con el imaginario independentista– sino
también como un acervo de imágenes de donde saca los cuerpos semidesnudos de
los esclavos de las haciendas cacaoteras.
Iconografía del
chocolate
En el 2012, el
gobierno organiza la Feria Internacional
del Chocolate y despliega una serie de imágenes que intentan recobrar al negro
recolector de cacao como emblema de una Venezuela insurrecta que batalla contra
la explotación. Llama aquí la atención cómo esa iconografía se monta de nuevo
sobre una mirada cosificadora que difiere poco de la utilizada en el siglo XIX
por las grandes empresas chocolateras. En estas imágenes se ha escogido
representar a un negro con el torso desnudo.
Lleva unas sogas cruzadas sobre su pecho. En sus manos, una cesta
artesanal donde puede verse el cacao recogido. El proceso de industrialización
es completamente omitido para mostrarnos un supuesto trabajo artesanal. Junto a
él, la patria: una morena sosteniendo la materia prima, el fruto codiciado, con
un traje que tiene estampado la bandera de Venezuela. Cargada de brillantes,
hay un halo en ella que nos remite a la estética de los concursos de belleza
venezolanos, tan vinculados con nuestra identidad nacional, pero en este punto no
voy a detenerme ya que me llevaría hacia otros derroteros.
Estas
imágenes recuperan las representaciones del esclavo recolector de cacao del
siglo XIX. El torso desnudo, la
exhibición del cuerpo fuerte, la soga y las cestas nos llevan a las escenas
costumbristas que retrataban la faena de los recolectores. La pose es casi
idéntica, la cesta sobre el hombro, el cuerpo semidesnudo, y las muestras del
fruto del cacao. Pero también nos
recuerda la manera como la publicidad de
chocolate europeo retrató América.
Tomo como
ejemplo dos anuncios publicitarios de chocolates franceses elaborados con cacao
venezolano. En ellos vemos de nuevo el acento en el cuerpo semidesnudo de los
recolectores y en el trabajo artesanal que llevan a cabo en medio de una naturaleza
extravagante y semisalvaje. Las mujeres también figuran como personajes
secundarios con versiones de lo que podría ser un traje típico.
Las imágenes
del negro y del cacao funcionan aquí como una manera de vender un otro oscuro,
ajeno como todo otro, inaccesible pero apetecible; es el ingrediente añadido
del chocolate, su valor simbólico. ¿Por qué entonces la empresa chocolatera socialista
retoma esta imagen excluyente y en apariencia tan alejada de su proyecto
nacional? La empresa bandera del gobierno, aquella que rediseñará las políticas
del mercado internacional, parte del mismo proceso de exotización que se
producía en las grandes chocolateras del siglo XIX y sus “miradas imperiales” –parafraseando a Mary Louise Pratt. Se trata de la caricatura de una suerte de
alegoría nacional exportable: inventa
un origen remoto en el pasado indígena –Chocolates La India, por ejemplo– o en
los africanos traídos a trabajar la tierra –Chocolates El Cimarrón–, nunca en
el blanco español. De lo nacional interesa solo aquello que puede ser
convertido en un elemento original, diferenciador, pero básicamente, y aquí la
paradoja, en un objeto vendible, mercadeable en el ámbito internacional. El
chocolate venezolano necesita del prestigio de su lugar de origen, “cacao
venezolano”, para comercializarse más exitosamente. La imagen sustenta al
producto, convierte lo nacional en una estrategia de mercadeo.
Tal vez la diferencia
entre la imaginería que acompaña al chocolate decimonónico y este chocolate
insurrecto resida en la obviedad ideológica del segundo. El Chocolate cimarrón es
explícitamente ideológico, casi podríamos decir que ingenuamente ideológico, demasiado
obvio para ser eficaz. Pensemos además que su empaque muestra la bandera
nacional y un corazón rojo que dice “hecho en socialismo”. El negro
semidesnudo, la bandera, el corazón rojo se convierten en el refuerzo visual de
un proyecto político. De esta manera, la alegoría de la patria pasa aquí por el
empaque ideologizado, convertido en propaganda, pero paradójicamente montado
sobre un imaginario decimonónico cosificador.
El chocolate,
envuelto en negro cimarrón, termina mostrándonos un universo visual lleno de
contradicciones políticas, identitarias, que hacen de la alegoría nacional un
empaque deseable, consumible, comestible,
pero al mismo tiempo excluyente. La más radical de las exclusiones pasa,
precisamente, por la caricatura del otro, por ese proceso de mutación en un otro estereotipado, deshumanizado,
comercializado, engullido por la ideología. Se trata, a fin de cuentas, de la
simple pantomima de la inclusión.