Hugo
Pérez Hernáiz
Todos somos teóricos de la conspiración
Alegatos de una guerra
económica, psicológica, mediática, de cuarta generación, de baja intensidad,
conducente a un golpe económico, magnicidio, sabotaje, son todos “teorías de la
conspiración”, no porque sean verdaderos o falsos sino porque se basan en la
suposición de que detrás de todo evento hay agentes que conspiran para llevar a
cabo sus propósitos.
Nada más natural, conspirar es probablemente la segunda
profesión más antigua. Desde el ámbito político al financiero, actores se ponen
de acuerdo en secreto para obtener beneficios. Una buena dosis de escepticismo
frente a las intenciones de ciertos actores y lo abierto de sus acciones es algo muy sano, sobre todo cuando esos
actores son poderosos. Ese sano escepticismo nos hace a todos en pequeña medida
teóricos de la conspiración. Dudamos,
y hacemos bien en hacerlo, de la sinceridad de los poderosos porque sabemos que
tienen intereses y que esos intereses no siempre coinciden con los nuestros.
Todos conspiran contra nosotros
Puede que no exista
solución de continuidad entre la teoría de que algún político en secreto se
reúne con otro para negociar algo y la teoría de que los Iluminati controlan el
mundo, pero es evidente que hay una diferencia importante entre el escepticismo
de la primera teoría y lo delirante de la segunda. La clave está en el alcance
del poder explicativo de la teoría.
Mientras que en el
primer caso limitamos nuestra teoría a los manejos secretos de actores
concretos, en la segunda explicamos todo
como el efecto de la conspiración. La literatura psicológica de principios del
siglo XX llamó a esta condición “paranoia”. No se trata en tales casos de un
escepticismo normal. El que cree en serio en tal teoría para explicar el mundo
pierde el control de su vida, se siente perseguido y acosado. Nada pasa por
casualidad: se cae un vaso de la mesa y en realidad ha sido tumbado por los
conspiradores, piensa en algo y tal pensamiento ha sido inducido por sus
enemigos, enferma y tal malestar ha sido “inoculado” por agentes del mal.
¿Es realmente necesario presentar evidencias?
El escéptico que
sospecha de que algún político se reúne en secreto con un banquero para hacer
malos tratos suspenderá su absoluta certeza de que tal reunión ha ocurrido
hasta que tenga pruebas concretas. No así el teórico de la conspiración: otras
formas retóricas de ofrecer evidencias operan en estos casos.
Cuando el ex-ministro Rodríguez
Torres daba aquellas curiosas ruedas de prensa prometiendo pruebas de planes de
magnicidio y golpes, mostraba como evidencia de sus teorías láminas de
presentación en las que se señalaban “relaciones” marcadas con acusadoras
flechas entre altos personeros imperiales, presidentes de otros países,
exiliados políticos venezolanos, narcotraficantes, políticos locales y
representantes de organizaciones de derechos humanos nacionales y extranjeras.
Las flechas y punteros eran, en sí, la evidencia. Las ruedas de prensa siempre
terminaban con la promesa de que en el futuro próximo se presentarían muchas
más evidencias. Eso no ocurría nunca, pero en algún momento el ministro
declaraba que ya habían sido presentadas suficientes evidencias el pasado.
El caso de Rodríguez
Torres era extremo y casi cómico, pero por lo general el teórico de la
conspiración no siente la necesidad de presentar evidencias en sí. La fuerza de
la historia es suficiente para aceptar la teoría.
Por ejemplo, parte del
discurso conspirativo latinoamericano está montado sobre la base de un fuerte
sentimiento anti-imperialista. El anti-imperialismo es una forma retórica muy
poderosa porque pretende partir de unos supuestos históricos que casi todo el
mundo acepta: “El Imperio siempre ha metido su mano en América Latina y siempre
lo hará”. Y en efecto todo latinoamericano aprende desde niño de casos
históricos muy concretos y reales en los que las malas intenciones y acciones
del Imperio han sido evidentes.
Pero una cosa es aceptar
esa versión de la historia latinoamericana y otra muy distinta es leer esa
historia en clave de “todo lo que ha sucedido en nuestros países es la
consecuencia directa de la acción secreta de agentes imperiales”. El teórico de
la conspiración obsesivamente busca en la historia “verdades” que luego
absolutiza para todo tiempo y lugar. Así por ejemplo, como en el caso de
Eleazar Díaz Rangel, descubre en documentos desclasificados del Departamento de
Estado que a Allende en Chile se le hizo una “guerra económica” (no discuto si
tal aseveración es en realidad posible descubrirla a partir de esos
documentos), luego es de tontos no aceptar que al actual gobierno venezolano
también se le está aplicando la misma receta conspirativa.
Es una forma de
construcción retórica de la forma “ha sido así antes, es por lo tanto así
ahora” que por supuesto no representa evidencia real de conspiración. Tan sólo
requiere que el que escucha acepte la “historia” y de allí extrapole, que aplique
la “lógica”, que no sea ingenuo, que se dé cuenta de que el mal siempre es el
mal y siempre actuará de la misma manera.
Otra forma retórica muy
común es el otorgarle a los eventos intencionalidad. A eventos provocados por
accidentes se les atribuyen causas subjetivas, como el sabotaje. Las subidas de
precios, la escasez, el acaparamiento, las colas, etc., pueden muy bien ser
explicadas como las consecuencias objetivas y naturales de ciertas políticas
económicas. Pero el teórico de la conspiración preferirá explicar esos males de
la economía apelando a la intención del conspirador: alguien concreto está
acaparando y subiendo los precios. A esta certeza de intencionalidad se añadirá
la visión total del mundo: ese alguien que acapara está coordinando sus acciones
de acaparamiento con otros actores: políticos, agentes del imperio, ONGs de
derechos humanos, todos son parte de la conspiración que finalmente se expresa
en ese acto pequeño que es el dueño de un abasto guardando la leche o el azúcar
en su depósito.
Detrás de todo ello está
también la explicación de los males preguntando a quién beneficia esos males.
Para el teórico de la conspiración, que en esto actúa como muchos detectives de
novelas policiales, bastará con descubrir quién se ha visto beneficiado por el
crimen para saber quién ha cometido el crimen, qué intención está detrás del
saboteo, del acaparamiento o de las colas. Por ejemplo, si aceptamos el
supuesto de que a la oposición, o al imperio, o al narcotráfico colombiano, le
beneficia el desorden económico en Venezuela porque tal desorden llevaría
inevitablemente a un cambio de gobierno, entonces para el teórico de la
conspiración es evidente que los enemigos del gobierno están detrás de las
colas. Esta ha sido la forma retórica usada por los medios oficiales en su
reciente campaña sobre la “guerra psicológica” y la neurosis detrás de las
colas. Presentar evidencias de esa guerra se hace incensario si se ha
“demostrado” que las colas son causadas por, o causan ellas mismas, “neurosis
masiva”, y que esa condición psicológica generará el desorden que supuestamente
beneficie a la oposición.
¿Pero acaso es posible presentar evidencias?
En último extremo el
teórico de la conspiración responderá que no. La conspiración es por definición
un acto secreto. El conspirador profesional esconderá hábilmente las pruebas de
su conspiración. ¿Acaso esperan que veamos muerto al presidente para poder
presentar pruebas de que hay un plan magnicida? preguntaba una vez alguien del
gobierno exasperado por la solicitud de evidencias del complot que denunciaba.
Por eso para el teórico
de la conspiración es necesario “leer entre líneas”, hacer análisis
lingüísticos, semiológicos, interpretar en su contexto histórico y adjudicando
la verdadera intencionalidad a grabaciones, correos electrónicos y
declaraciones públicas de los conspiradores.
El escritor alemán Lion
Feuchtwanger, preocupado por el efecto negativo que en la opinión pública
occidental pudieran tener los primeros juicios espectáculos de Moscú en 1936,
se atrevió a presionar un poco a Stalin en una entrevista personal:
“Yo hablé una vez más
del efecto negativo que había tenido en el extranjero aquel proceso demasiado
simplista contra Zinóviev, incluso entre personas bien intencionadas. Stalin se
mofó un poco de aquellos que exigían demasiados documentos escritos, antes de
dignarse a creer en una conspiración; los conspiradores entrenados no tienen
por costumbre dejar sus documentos por ahí, a la vista de todos”. (citado por
Karl Schlögel en Terror y utopía. Moscú en 1937)
¿Qué hacer?
No resulta fácil rebatir
una teoría de la conspiración, sobre todo si esta se ha convertido en el
discurso oficial de un gobierno y de todo su aparato mediático estatal. Sabemos
que estamos ante una forma de interpretar la realidad que no es correcta, que
hace aguas, que está llena de vacíos en su argumentación. Sabemos que hay gente
que la cree. Sabemos también que no basta burlarnos de ellas o simplemente
desestimarlas porque por más ridículas que sean están allí y tienen
consecuencias directas en la manera en que la gente entiende su realidad. Pero
cuando intentamos discutir con alguien que realmente cree en ellas nos vemos
“enganchados” y un discurso circular y sin salida que no siente la necesidad de
basarse en evidencias sino en una comprensión “total” de la realidad.
La forma de enfrentarlas
es hacer un esfuerzo penoso y paciente por meterse en las teorías de la
conspiración por más delirantes que nos parezcan y entender sus causas y sus
formas de argumentación, sus mecanismos, para poder desmontarlo desde dentro.
Es un esfuerzo necesario porque el que cree en este tipo de teorías está más
que dispuesto a dejar su libertad en manos de un líder fuerte que sea capaz de
dar la batalla final contra las poderosísimas fuerzas del mal que conspiran.
Las pocas veces en el siglo XX en las que las teorías de la conspiración se
convirtieron en el discurso oficial de algún gobierno, las consecuencias fueron
desastrosas.
Hugo Pérez Hernáiz es profesor
de la Escuela de Sociología de la UCV. Recoge en detalle el uso de las teorías
de la conspiración en el discurso político venezolano en su blog Venezuela
Conspiracy Theories Monitor.