Juan
Cristóbal Castro
“Todos: Agravios nunca esperan”
Fuenteovejuna, Lope de Vega
I
En tiempos turbulentos quizás es importante
pensar la violencia. Walter Benjamin en un fascinante y problemático trabajo, “Zur Kritik der Gewalt”, tiene una clave en su concepto de
“fuerza divina”, tan manoseado por muchos, que quisiera releer críticamente. Antes
de comentarlo, creo importante tomar en cuenta la situación venezolana. Al
igual que antes, el gobierno va a seguir provocando con planes conspirativos y
guerras contra el imperio. Si bien es justo decir que ello puede alejarnos del camino
electoral, espacio de ruta para el cambio, también hay que
decir que lo peor puede ser el fomentar una vez más la división entre los opositores, la dispersión entre
grupos, dejando de lado la sana lucha por la construcción de una
alternativa.
Sabemos que la legitimidad de facto con este
gobierno está en entredicho. Es claro el irrespeto a las leyes, a los rituales
institucionales, con elecciones no tan claras, y con persecución política.
También la legitimidad simbólica tiene serios problemas en todos los sentidos,
ya carente de las trampas del carisma, de la representatividad de las encuestas
y el imaginario chavista. Desnudo el emperador, cualquiera pensaría que las
cosas están de nuestro lado y, en consecuencia, cualquier forma de violencia es
válida para restablecer la libertad.
Sin embargo, la experiencia histórica de
estos quince años nos dice que nos hemos equivocado muchas veces cuando más
hemos estado cerca de un posible final, porque no hemos entendido cómo manejar
la situación, partiendo de un mal diagnóstico sobre la misma. El famoso
concepto de Walter Benjamin, que incorpora en su texto de los años veinte, puede ayudarnos a pensar este problema. Me detengo a resumirlo, y repensarlo, muy someramente.
II
En el conocido texto de Benjamin se esgrime, contra la opinión liberal, que
derecho y justicia no son lo mismo. Por lo general la civitas tiende a fundarse en las leyes, mientras que la barbarie en
la anarquía y la violencia. Este pensamiento binario es descompuesto por el
pensador alemán.
Para él, sí hay una violencia en el
derecho mismo, por más que nuestros discursos tiendan a verlo como la
encarnación de la paz y la reglas civilizadas. Se da en dos vertientes: una jusnaturalista que justifica el terror,
como sucedió con la revolución francesa si el fin es justo, y otra positivista,
que justifica la violencia si es para mantener los medios, es decir, las reglas
y procedimientos, tal como podemos ver en los dilemas que tiene House en la
serie de televisión con los protocolos médicos del Hospital donde trabaja, que
tiene que violar constantemente para salvarle la vida a sus pacientes. Ambas se
expresan además en dos dimensiones: o bien para fundar el derecho, o bien para
mantenerlo.
Benjamin se concentra después en hablar
de la huelga, el derecho de guerra, el servicio militar obligatorio o la misma
pena de muerte para mostrar cómo se dan estas violencias dentro de las leyes.
Se detiene específicamente en el peligroso rol que puede tener la policía en
las democracias parlamentarias en el que a veces se confunden las violencias
conservadoras de derecho con las fundadoras de derecho, ya que esta institución
en su actuación muchas veces con el argumento de la seguridad puede ir más allá
de lo que prescribe el sentido común en el momento.
Creo que esta violencia contenida en las
leyes mismas explica muy bien cómo siempre las tiranías no se salen de cierto
lenguaje jurídico; cómo lo usan para perseguir a sus opositores. Es más, esta
violencia inserta potencialmente en las instituciones parlamentarias nos sirve
para entender mejor el chavismo, el modelo por excelencia post-ideológico de la
tiranía contemporánea, que llegó proponiendo junto a otros sectores una nueva
constitución, socavándola desde dentro.
El problema con esta violencia, que
Benjamin llama “mítica”, es que de antemano culpabiliza a alguien de manera
potencial. Cada ley prescribe un castigo suponiendo que alguien va a cometer
una infracción. Además, en la práctica se diluye su presunción de igualdad al
darle beneficios a quienes encarnan los poderes fácticos, pues son quienes
siempre saben manejar mejor sus reglas y protocolos: un extranjero, o un pobre
campesino analfabeto, están así siempre más expuestos a ser culpables de algún
crimen porque no conocen bien las leyes y procedimientos, tal como sucede con
Joseph K en el Proceso.
Para salir de ese círculo vicioso donde
el ser humano es visto potencialmente como alguien que va a violar la ley, y en
donde en la práctica los poderosos siempre se salen con la suya, Benjamin propone
otro tipo de violencia o fuerza ("gewalt" en alemán tiene las dos acepciones). La llama “divina”, no porque crea en Dios, sino porque
se da en un acontecimiento inesperado, radical, sin contenido, y que irrumpe
sobre el orden establecido como un milagro. Le es indiferente la vida biológica
(la “mera vida”), porque lucha por la vida política (“vida justa”). Slavoj Žižek lo ve por
ejemplo con las salidas de las favelas en Sao Paulo o la misma revolución
francesa en su primer momento, otros en las comunas de París o en la “primavera
árabe”.
Benjamin, por su lado, la piensa
relacionándola con la huelga revolucionaria, siguiendo a Sorel, e
inscribiéndose dentro de una imaginario utópico de cambio social muy moderno;
en otro ensayo admiraba a los nuevos bárbaros como aquellos que construyen
sobre las ruinas, pensando más en el futuro que en el pasado. La ficción
cinematográfica la ha escenificado de manera terrorista con el plan de V de
explotar el parlamento y acabar así el régimen ultraconservador del Fuego
Nórdico en V de Vendetta, o el plan
de Tyler con el Project Mayhem de destruir los registros de compañías de tarjetas
de crédito y crear con ello un caos social que acabe con el capitalismo
financiero en Fight Club. Nuestro
crítico alemán es menos sensacionalista y radical; su propuesta más bien se
acercaría a los trabajos de Eisenstein La
huelga o el El acorazado Potemkin donde la rebelión de los trabajadores o
marineros, tratados injustamente, amenazan al sistema en la figura de la masa
que se rebela.
Sin embargo, el concepto y su aplicación
puede tener consecuencias problemáticas. Ya en Benjamin vemos algunas elementos
altamente cuestionables: la huelga revolucionaria de Sorel pretendía usar estas
medidas de protesta militantemente, desde una idea de cambio tábula rasa y de
heroísmo regeneracionista muy violento; “el proletariado se organiza para la
batalla, separándose debidamente de las demás partes de la nación,
considerándose como el gran motor de la historia”, decía el crítico francés.
Además, el ejemplo de la Biblia que utiliza el pensador alemán es de una
radicalidad que da miedo. Dios castiga a los seguidores de Korah, que para
algunos críticos fue el primer revolucionario de izquierda de la historia, por
su traición a la comunidad que lideraba Moises, aniquilando doscientos
cincuenta personas, además de sus mujeres e hijos y 14700 seguidores por igual.
También en su aplicabilidad tiene serias
limitaciones. ¿En qué terminó el Caracazo y las protestas populares en Sao
Paulo si no en una mayor represión, si seguimos la manera como lo piensa Žižek? ¿Qué tanto logró la primavera árabe por ejemplo en
Egipto de sacar a los militares del poder? Además, ¿qué garantía tenemos para
saber que la violencia divina no pueda ser usada por la violencia mítica y
fundar un estado de derecho más injusto que el anterior, o sacar a flote el
elemento más represivo del viejo Estado? ¿No son dilemas éticos que hay que
tomar en cuenta?
Quien nos ayuda a pensar mejor esta noción,
que quizás pueda redimir a Benjamin de los elementos violentos de su pulsión
utópica y rescatar lo más valioso de esta propuesta, sea el mismo Jacques
Derrida. En “Nombre de pila Walter Benjamin” nos propone pensarla más bien como
una violencia que no necesariamente tiene que esperar a un acontecimiento
radical, exterior, fuera de toda legalidad, tal como celebra Žižek con extremo
voluntarismo vinculándolo a nociones de Badiou y otros, sino que se puede dar
dentro de las mismas instituciones.
Derrida se detiene en los ejemplos de
Benjamin de la policía, de la huelga o el derecho de guerra para ver que son
casos que evidencian que la dicotomía entre lo mítico y lo divino, y entre la
violencia fundadora y conservadora de legalidad, no son tan claras como parece entenderse.
El punto más importante es sobre todo cómo revela el problema de lo que viene
después de la violencia divina. Si es una ruptura inesperada, ¿cómo saber que
va a ser usada para bien o para mal?
Si bien a mi juicio dramatiza demasiado
las implicaciones violentas de la propuesta benjaminiana, la alternativa que
propone para pensarla es altamente productiva. La violencia divina es así una
suspensión del derecho, no necesariamente una negación. Ahora, esta suspensión
no se tiene que impulsar voluntariamente en un ejercicio de no retorno,
siguiendo la lógica de excepcionalidad de Schmitt, sino en un trabajo de
interpretación radical que advierta lo negado en un orden legal o textual,
introduciendo así otras posibles lecturas más justas.
Como las instituciones son prácticas y
rituales del lenguaje, significa que están expuestas al error y la
contingencia, a la mala interpretación y también a la lucha de interpretaciones
en contextos determinados. Eso quiere decir, en otras palabras, que siempre
entre su pretensión performativa y su realización concreta, hay una distancia
que permite incluir variables no previstas. El deconstructor, en el sentido que
propone Derrida, es el que puede advertir ese espacio de diferencia y
diferimiento (différance) para abrir
posibilidades de sentidos que incluya las historias negadas por el derecho
mítico o los textos que lo fundamentan, reivindicando la promesa de toda
legalidad que es siempre, por más intangible que sea, la justicia.
III
La gran pregunta en la Venezuela actual
es si el cambio de este régimen se daría sólo sentados en una escritorio deconstruyendo
los textos fundacionales del chavismo, o si hay otras posibilidades para pensar
la violencia divina sin la carga revolucionaria del voluntarismo que llama a un
cambio tábula rasa. Para ello propongo pensarla como una operación que se da en
varios ámbitos tanto fuera como dentro de la institucionalidad oficial.
Quizás en ese sentido me parece
importante rescatar un viejo texto del crítico literario Stanley Fish. Se trata
de un trabajo corto en el que replicaba a los críticos de su reconocido libro Is There a Text in This Class? sobre
cómo pensar el cambio desde la propuesta de su teoría de las “comunidades
interpretativas”. Me desvío por un momento para aclarar lo que dice.
Fish sostiene en el trabajo “Práctica sin
teoría: retórica y cambio en la vida institucional” que nos encontramos en un
mundo compuesto por diferentes “comunidades interpretativas” (abogados,
deportistas, científicos, religiosos) que leen los textos del mundo desde los
valores de su grupo. Sin bien está hablando de la lectura, puede ser aplicado a
cualquier fenómeno. Un mismo acontecimiento, como un terremoto por ejemplo,
podría ser leído para un religioso católico como un castigo de Dios, para un
científico como una falla del subsuelo, o para un político moralista como una
advertencia de las malas políticas públicas ambientales. El mismo suceso se
puede así interpretar de distintas maneras, porque están mediados por el orden
de valores del grupo a donde pertenece cada individuo.
¿Cómo entonces se da el cambio en cada
comunidad, si parecieran estar cerrados desde su propio orden de valores y
jerarquías? Fish ofrece su respuesta desde varios niveles. Primero, estas
comunidades no son uniformes, tienen en su haber diversas corrientes que pugnan
por ganar mayor legitimidad dentro de su esfera de influencias, usando sus
interpretaciones sobre el mundo para ganar apoyos y hegemonía. Así, por
ejemplo, en la Iglesia están los jesuitas, los dominicos, los franciscanos o la gente del Opus Dei, donde pugnan
visiones más conservadoras frente a otras más modernas en el orden económico,
social, cultural o político. Segundo, que el cambio se da en una especie de
relación dialéctica entre un suceso exterior y otro interior. Para que un
terremoto no sea interpretado como un simple pecado divino en la comunidad
religiosa, debe haber alguien dentro de ella con formación científica que
acepte que su propósito obedecen a los movimientos del subsuelo, con ello hace
visible y legítimo una manera de ver al suceso completamente diferente y
novedosa que promueva el cambio dentro de la misma comunidad.
En este sentido, siento que la violencia
divina, para evitar caer en los peligros de un cambio tábula rasa al estilo de Žižek y otros, o
un mero ejercicio de trabajo interpretativo textualista, tal como algunos
injustamente criticaron el proyecto derridiano, puede pensarse mejor usando
esta idea del cambio en Fish. El acontecimiento debe darse dentro y fuera, en
una zona liminar entre las dos. Si caemos en el voluntarismo revolucionario,
perdemos la perspectiva del peligro de que pueda o fundar un nuevo derecho más
peligroso, o más bien servir de justificación para que el sector más violento
de la institucionalidad cobre fuerza y tenga la excusa perfecta para reprimir
mejor. Si caemos sólo en el trabajo deconstructor desde dentro, si bien abrimos
espacios para nuevas maneras de entender los procesos y cambio, puede que éstos
sean vueltos a cerrar o subsumir por los grupos de poder dentro de la comunidad
interpretativa.
Por ello lo más eficaz para una
transformación es ir trabajando en ambos espacios. Desde afuera en un tipo de
acontecimiento discontinuo, y desde adentro en un trabajo de negociación y deconstrucción.
En algún momento habrá una reacción en cadena donde el suceso inesperado pueda
ser aceptado e interpretado como una necesidad de apertura al “otro”, a quien
es distinto, en nuestro caso: la mayoría de los venezolanos que quieren vivir
en paz.
¿Pero cómo sería ese trabajo en ambos
frentes? Yo s
Los normalizadores tienen razón en aprovechar los espacios institucionales que deja todavía el gobierno, entre ellos las elecciones, pero podrían equivocarse al no cuestionar los procedimientos de despolitización y sectarismo que se dan dentro de los mismos. También tienen razón en crear mayorías, pero se equivocan cuando lo plantean desde el más craso populismo. Su fe en el diálogo y en el desgaste chavista se contrapone a la calle, cuando esta debería ser un terreno de poder para tener fuerza en las mismas negociaciones que tanto defienden, por no mencionar que es un músculo democrático importante para sus mensajes a falta de medios imparciales. Además, no tienen propuesta para lidiar con el descontento cotidiano y encauzarlo, y sólo se enfocan en las elecciones desde el cálculo electoral, a veces privilegiando el reparto de poder de sus desgastadas maquinarias partidistas. Se conducen así como fieles seguidores de la violencia mítica, preservando el derecho positivo, es decir, la idea de que los medios son buenos y hay que pelearlos con sus reglas, como si el gobierno los siguiera, sin pretender “deconstruirlos” desde dentro bajo formas más valientes y creativas.
Los regeneracionistas tienen razón en mantener la crítica cada día y usar las calles, pero también se equivocan cuando no tienen objetivos concretos y creativos. Su mensaje se reduce en pedir la renuncia de Maduro o en hacer una constituyente, una lógica tábula rasa, y además ocupan mucha energía en negar al otro sector de la alternativa, en vez de invertir su esfuerzo y dinero en ayudar sectores de la sociedad civil a tener espacios para la discusión, para la crítica, y en convencer a los otros opositores de trabajar la calle de manera más política que histérica. Prescinden de una pedagogía con un ideario arraigado culturalmente y sin narrativas cohesionadoras con capacidad de movilización que vayan dando las bases del nuevo ciudadano que se quiere instaurar. Actúan como los viejos revolucionarios, usando la violencia divina para instaurar la violencia mítica en su versión “jusnaturalista”, corriendo el peligro de propiciar, como ya ha sucedido, hechos de sangre y mucho desgaste y frustración.
Ambos sectores entonces niegan la violencia divina, cuando deberían trabajar desde sus distintos frentes en las condiciones para su instauración. Ello no ha ayudado para vislumbrar el terreno de lucha, porque el combate debe darse por igual en las calles, en las instituciones, en las ideas y en los símbolos. Sin embargo, nuestra alternativa sólo se ha quedado en el falso dilema entre las dos primeras en una guerra a muerte entre bandos, y desdeña la tercera y la cuarta.
Ni Ghandi, ni el mismo Walesa, cerraron puertas a los diálogos, ni tampoco a las marchas, huelgas y luchas en la calle, que no fueron usadas abiertamente para tumbar el imperio británico o para sacar a los comunistas, o para pedirle la renuncia al presidente del momento. Se vieron como parte de una nueva comunidad política que trabajaba tanto afuera como adentro, avanzando en conquistas simbólicas bien concretas. Sólo así, fueron dislocando los presupuestos de la violencia mítica que los negaba, creando las condiciones para el cambio.
í creo que tanto los normalizadores
como los regeneracionistas de la oposición se necesitan. El problema es que lo
están haciendo mal. Primero, porque han orquestado una lucha entre ambos que le
ha quitado coherencia en sus mensajes a los venezolanos, legitimidad a sus
acciones, y sobre todo esperanza a sus propuestas de unidad y paz. Segundo,
porque se han movido fuera de los roles que he señalado.Los normalizadores tienen razón en aprovechar los espacios institucionales que deja todavía el gobierno, entre ellos las elecciones, pero podrían equivocarse al no cuestionar los procedimientos de despolitización y sectarismo que se dan dentro de los mismos. También tienen razón en crear mayorías, pero se equivocan cuando lo plantean desde el más craso populismo. Su fe en el diálogo y en el desgaste chavista se contrapone a la calle, cuando esta debería ser un terreno de poder para tener fuerza en las mismas negociaciones que tanto defienden, por no mencionar que es un músculo democrático importante para sus mensajes a falta de medios imparciales. Además, no tienen propuesta para lidiar con el descontento cotidiano y encauzarlo, y sólo se enfocan en las elecciones desde el cálculo electoral, a veces privilegiando el reparto de poder de sus desgastadas maquinarias partidistas. Se conducen así como fieles seguidores de la violencia mítica, preservando el derecho positivo, es decir, la idea de que los medios son buenos y hay que pelearlos con sus reglas, como si el gobierno los siguiera, sin pretender “deconstruirlos” desde dentro bajo formas más valientes y creativas.
Los regeneracionistas tienen razón en mantener la crítica cada día y usar las calles, pero también se equivocan cuando no tienen objetivos concretos y creativos. Su mensaje se reduce en pedir la renuncia de Maduro o en hacer una constituyente, una lógica tábula rasa, y además ocupan mucha energía en negar al otro sector de la alternativa, en vez de invertir su esfuerzo y dinero en ayudar sectores de la sociedad civil a tener espacios para la discusión, para la crítica, y en convencer a los otros opositores de trabajar la calle de manera más política que histérica. Prescinden de una pedagogía con un ideario arraigado culturalmente y sin narrativas cohesionadoras con capacidad de movilización que vayan dando las bases del nuevo ciudadano que se quiere instaurar. Actúan como los viejos revolucionarios, usando la violencia divina para instaurar la violencia mítica en su versión “jusnaturalista”, corriendo el peligro de propiciar, como ya ha sucedido, hechos de sangre y mucho desgaste y frustración.
Ambos sectores entonces niegan la violencia divina, cuando deberían trabajar desde sus distintos frentes en las condiciones para su instauración. Ello no ha ayudado para vislumbrar el terreno de lucha, porque el combate debe darse por igual en las calles, en las instituciones, en las ideas y en los símbolos. Sin embargo, nuestra alternativa sólo se ha quedado en el falso dilema entre las dos primeras en una guerra a muerte entre bandos, y desdeña la tercera y la cuarta.
Ni Ghandi, ni el mismo Walesa, cerraron puertas a los diálogos, ni tampoco a las marchas, huelgas y luchas en la calle, que no fueron usadas abiertamente para tumbar el imperio británico o para sacar a los comunistas, o para pedirle la renuncia al presidente del momento. Se vieron como parte de una nueva comunidad política que trabajaba tanto afuera como adentro, avanzando en conquistas simbólicas bien concretas. Sólo así, fueron dislocando los presupuestos de la violencia mítica que los negaba, creando las condiciones para el cambio.
Benjamin, Walter. “Para la crítica de la violencia”. Ensayos escogidos. Trad. H.A. Murena. México:
Ediciones Coyoacán, 1999.109-129.
Fish, Stanley. Práctica
sin teoría: retórica y cambio en la vida institucional. Madrid: Destino,
1992.
Sorel, Georges. Reflexiones sobre la violencia . Madrid: Alianza, 2005.
Sorel, Georges. Reflexiones sobre la violencia . Madrid: Alianza, 2005.
Žižek, Slavoj. “Introducción:
Robespierre o la violencia del terror”. Robespierre: virtud y terror. Madrid: Verso, 2007. 5-51.