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"Es la mundanidad humana la que salvará a los hombres de los peligros de la naturaleza del hombre"
Hannah Arendt

21 febrero, 2014

EN TORNO AL DIÁLOGO POLÍTICO EN VENEZUELA

MIGUEL ÁNGEL MARTÍNEZ MEUCCI


El presente texto recoge las palabras pronunciadas por su autor en el marco del “Foro ÚLTIMAS NOTICIAS” del 30 enero, 2014.

Primer Punto: Sobre la paz

No conviene hablar aquí de la paz en ese sentido metafísico y melifluo, simbolizado por una palomita blanca que lleva en el pico una rama de olivo. La paz, al igual que la felicidad, es una abstracción. No se puede decretar, no se puede imponer, no hay una receta para alcanzarla. La paz existe, cómo no, pero sólo como reconocimiento del satisfactorio manejo de problemas concretos. Y en el seno de una comunidad política, a la resolución de problemas concretos se llega sólo mediante la política; sólo a través de los medios de la política se puede conducir a una sociedad hacia la paz. Por ende, hablar de paz en abstracto no resulta tan útil como entender la naturaleza de la política y aprender a practicarla. Y si a ver vamos, la política que conduce a la paz no es otra cosa que la implantación de la justicia. Hablemos, pues, de la búsqueda de la justicia, y no tanto de la paz, si queremos encontrar una senda que verdaderamente pueda recorrerse en la práctica.

Segundo Punto: Sobre el diálogo

“Diálogo” es una palabra que suena bien. Denota amplitud, tolerancia, apertura a la razón, actitud pacífica, espíritu democrático. Ninguna forma de gobierno se sustenta en el diálogo como lo hace la democracia, y quien enarbola la bandera del diálogo aparece como demócrata, bien porque lo es, o bien porque aparenta serlo. Pero el diálogo es espurio y falaz cuando no viene precedido del reconocimiento del otro, cuando a éste no se le acepta como miembro con plenos derechos de la misma comunidad política. Cuando dicho reconocimiento brilla por su ausencia, cuando no hay una agenda para la discusión, cuando no hay verdadera voluntad para el compromiso efectivo, el diálogo no es más que una forma de ganar tiempo, una maniobra para encubrir las verdaderas intenciones al rival político. Valga la pena recalcar que, sobre las maneras en que el diálogo puede ser empleado para ganar tiempo, y con respecto a las implicaciones de semejantes maniobras, ya tenemos experiencia los venezolanos en estos últimos 15 años. (ver mi libro “Apaciguamiento”, Alfa, 2012)

Tercer Punto: Diálogo y Conflicto

Con harta frecuencia, cuando reina el sectarismo, el reconocimiento necesario para el diálogo sólo se gana a través del conflicto. De hecho, por lo general, y en especial cuando no hay Estado de Derecho, los actores escuchados en política son aquellos que, a través del conflicto, han forzado a los demás a que los escuchen. En este contexto, conviene recordar que la revolución no es sólo el intento de una parte de la población de hacerse escuchar (y por la fuerza si es necesario); con frecuencia, la revolución desemboca también en el intento de suprimir las voces disidentes. De esta manera, si estas voces disidentes desean seguir existiendo en medio de una revolución, no les queda más remedio que aceptar el desafío de la lucha política que se les plantea, e intentar prevalecer, o al menos hacerse un lugar en la misma, hasta lograr su pleno reconocimiento civil.

Cuarto Punto: ¿Diálogo en Revolución?

La revolución (al menos en términos marxistas, y esa es la concepción que emplea este gobierno) es imposición por la fuerza, es condena del “pasado”, es neutralización de la “contra-revolución”. La revolución es el proyecto forzado por un grupo que pretende imponerse a otro. La revolución es la antítesis del reconocimiento del otro; es su invisibilización, su criminalización, la reconstrucción negativa de su significado dentro de la memoria histórica. Las revoluciones son tan ruidosas como sordas, no dialogan ni piden permiso. Decirse revolucionario es aceptarse y declararse indispuesto para cualquier diálogo. Por ende, al diálogo no se puede llegar desde la actitud del revolucionario. La revolución es, en definitiva, incompatible con el diálogo.

Quinto Punto: ¿Pacificación o Estado de Derecho?

Pacificar es dar final a una situación de generalizada violencia. Por lo general, el término se usa para referirse a las acciones realizadas para poner fin a una guerra. Pero, ¿cuáles son los patrones de violencia que aquejan a Venezuela? No hay aquí una guerra civil, no hay dos grandes bandos enfrentados por las armas, no hay una subversión violenta contra quienes manejan el Estado, ni grupos terroristas o guerrilleros alzados en armas. Desde hace una década, el control absoluto del Estado lo tiene el chavismo, y nadie se lo disputa por vías extralegales. Cuando nos referimos a la violencia en Venezuela, lo que sí existe es una delincuencia desatada, fruto del profuso tráfico clandestino de armas ligeras, de la penetración del narcotráfico y de la prédica de una revolución que se empeña en armar milicias y “colectivos” violentos. En otras palabras, lo que existe es un problema de orden público, y por lo tanto, de entera responsabilidad del Estado y del gobierno.

En este contexto, el término “pacificación” escamotea del debate público la absoluta responsabilidad del Estado en el problema de la violencia delincuencial, haciéndolo ver como un tema de responsabilidad compartida. Es, en pocas palabras, un intento más de evadir la pesada responsabilidad de mantener el orden público, e incluso, una forma de disimular el interés por subvertirlo. Y dado que, en política, poder y responsabilidad suelen ir de la mano, a un gobierno que desde hace una década viene ostentando un poder casi absoluto le corresponde una responsabilidad prácticamente total. Lo cierto es que la paz requiere la justicia, y no hay justicia sin estado de derecho; no obstante, sabemos el derecho es poner límites, y la revolución no reconoce límites.

Sexto Punto: la retórica gubernamental

Dentro de la retórica que emplea la revolución, quienes discrepan y se le oponen son calificados con los peores epítetos. Apátridas, asesinos, ladrones, traidores y demás improperios le están reservados en cada alocución presidencial. ¿Es éste el lenguaje de la paz, de la conciliación y del diálogo? No parece. Pero al delincuente real, a quien de verdad roba y asesina, a ese se le considera como un pobre muchacho confundido que debe ser acogido en el seno de la revolución para ser redimido. El meta-mensaje está claro: oponte a la revolución, aunque seas pacífico, y serás sometido a una lucha sin cuartel; acógete a la revolución, y serás absuelto, sin importar la gravedad de tus crímenes. ¿Cuál es la “paz” que ofrece quien establece esta suerte de nuevo Decreto de Guerra a Muerte? La paz de la rendición absoluta, la paz de la sumisión total. Y aunque esta “paz” (así, entre comillas) sea materialmente posible por la fuerza, es moralmente inaceptable porque implica para los vencidos renunciar a sus propios derechos.

Séptimo Punto: elementos de un diálogo verdaderamente útil

El cuadro descrito en los puntos anteriores no tiene por objeto satanizar el diálogo, sino señalar algunos de sus requerimientos básicos. El diálogo político es una necesidad inherente a toda convivencia civil, pero para que realmente sea una manifestación de espíritu democrático ha de ser genuino, basado en el mutuo reconocimiento, capaz de conducir a acuerdos nacionales básicos y, en el caso que nos ocupa, de sellar la profunda polarización del país. Hasta ahora, sin embargo, el diálogo que viene ofreciendo la revolución no ha estado dirigido a la reconciliación del país, sino más bien al encubrimiento de sus responsabilidades como gobierno.

Así las cosas, ¿cómo saber si el diálogo que hoy ocupa la agenda política no es una nueva maniobra para minar la resistencia de la oposición, o la expresión de una claudicación de ésta frente al gobierno? ¿Cómo encaminarlo más allá del mero diálogo, hacia una efectiva negociación, hacia la consecución de acuerdos que redunden en beneficio de los ciudadanos y de la Nación? La pista es clara: sólo podremos considerar como fértil el diálogo que apunte a la consecución de acuerdos de gran calado que impidan la consolidación de una hegemonía autocrática. Algunos de los puntos de una agenda que encarne este espíritu pudieran ser los siguientes:

• Gestos preliminares y recíprocos de acercamiento (liberar presos políticos, levantar inhabilitaciones, etc.)
• Combate eficaz contra el tráfico de armas, delincuencia y grupos armados.
• Constitución en vez de revolución (respeto a derechos constitucionales de todos los venezolanos, división de poderes, estado de derecho, cese de lenguaje polarizador).
• No injerencia de funcionarios extranjeros dentro del Estado venezolano.
• Programa concertado de administración petrolera, creación de riqueza y asistencia social.

El problema que suscitan los puntos anteriores (los cuales, repetimos, forman parte de un ejercicio hipotético) es que implicarían, a estas alturas, concesiones mucho mayores por parte del gobierno que por parte de la oposición. Y ello, a su vez, se debe a una sencilla razón: la fuerza bruta está concentrada en el Estado-gobierno que encarna el chavismo. Así las cosas, si el chavismo moderado no acierta a desarrollar una especie de perestroika y glasnost a la criolla (una posibilidad que se hace cada vez más necesaria para el país, ante el evidente colapso del modelo económico que se planteó la Revolución Bolivariana y su indetenible progresión hacia la autocracia), a la alternativa democrática unitaria no le queda más remedio que reordenar sus fuerzas y aumentar ostensiblemente su poder político, si quiere equilibrarlas hasta el punto de forzar un diálogo efectivo. Es lamentable tener que señalar que, mientras ello no ocurra, lo más probable es que el diálogo siga siendo un ejercicio más bien falaz y visiblemente infructuoso. Y será así porque la paz no reside en un punto medio, sino allí donde echa raíces la justicia.

@martinezmeucci