Juan Pablo Gómez
Si
tomamos como principio básico del pesimismo la negación del progreso y la
pérdida de esperanza en la civilización, tendremos que asumir que en Venezuela
nos hallamos ante el pesimismo como condición y perspectiva. “Estamos en el
peor de los mundos posibles” reza la máxima sumaria de Schopenhauer. A día de hoy, no podríamos
vacilar al decir “estamos en el peor de los países posibles” si consideramos
las circunstancias a fondo y con detalle. Muchos saldrían a decir que en tal o
cual país se vive todavía peor y no faltarían a la verdad. Pero el asunto está
en considerar que esos países puede que no cuenten con la riqueza, el potencial
y la historia del nuestro. Es decir,
nuestra situación no se justifica ni es fácil de explicar ni pretextar. La
candidez, al estilo de Voltaire, se esfumó hace mucho y nos encontramos –por
primera vez en nuestra historia- frente a una trágica vorágine de emigración
masiva, justamente por parte de quienes son las más conscientes y asumen que no
merecen esto, que este no es ya el país en el que nacieron y crecieron. Las
razones más alegadas para el abandono del país: la criminalidad, la inflación
y, ahora, el desabastecimiento. Razones comprensibles y justificadas. A tal
punto que nadie pide explicaciones, sino datos, vías u opciones de escape para,
a su vez, tratar de hacer lo mismo. Quien no está emigrando, está buscando la
forma de hacerlo (aunque sea a largo plazo o a través de sus hijos). Pero
tampoco vale mucho hacer una lista de lo que está mal y achacar las
responsabilidades directas en determinados gobernantes, si antes no hacemos una
valoración más general y precisa. Venezuela padeció una crisis económica y una
debilitación peligrosa de la institucionalidad en los años 80. El caracazo fue
la consecuencia más cruentamente visible porque se dio en forma de estallido.
El país requería una revisión de sus cimientos institucionales. Buena parte de
la población rural se movilizó hacia las grandes urbes, sobre todo hacia
Caracas, creando una serie de gigantescos anillos marginales, es decir,
personas que viven al margen (de la ciudad, de la vida social, del acceso a las
oportunidades de vida digna, etc.). El proceso llevaba décadas y fue paulatino
e incesante hasta hacerse cada vez más insostenible: corrupción, criminalidad e
inflación empezaron a cabalgar con fuerza sobre nuestra realidad social. A eso
habría que sumarle la desgraciada condición histórica de país rentista y
fuertemente enviciado por la mala administración y peor distribución de los recursos. La pobreza
acrecentó y la clase media se debilitó. El país estaba listo para emprender un
proceso de renovación política, social y económica que reactivara la
participación de las grandes mayorías en la toma de decisiones sobre los bienes
comunes. Dos intentonas golpistas y la deposición de un presidente labraron el
camino para un intento de redención en 1998: convocar una asamblea
constituyente, sanear la institucionalidad y democratizar a la sociedad. El
proceso fue tan fulgurante y exitoso que sembró las bases para una nueva crisis
institucional. El desmontaje del Estado burgués sólo sufrió unos retoques de
fachada y se aprovechó el relevo de individuos de acción política para terminar
de sepultar cualquier posibilidad digna y seria de renovación. Es decir, el
remedio fue peor que la enfermedad. El chavismo instaló el discurso eternamente
revanchista (clásica artimaña de imposición) y reivindicador sin ofrecer
cambios reales: justamente el cambio más patente ni siquiera es el discurso
mismo sino su forma violenta. Ahora el pueblo está en el poder, suelen decir. Su
estrategia es la visibilización de los pobres. No más que eso. Olvidando que es
la máxima “democrática” de siempre y es sólo un truco más dentro del amplio
espectro de dominación y de mantenimiento del poder. Pervirtiendo también la
posibilidad de sacarlos de la pobreza, a cambio de tomarlos como objeto y fin
de todas las supuestas acciones benefactoras que nunca se demuestran con números.
A eso hay que sumarle el proceso menos
visible de la regresión: el chavismo asumió como bandera la incorporación de
todo lo que había sido relegado y de todo lo que se había quedado atrás. Pero
eso también incluye un importante cúmulo de primitivismo y sordidez que entran
en el paquete. Este punto es uno de los más álgidos y complejos de todo el proceso,
justamente porque es inaccesible a la racionalidad. Luego está la incorporación
doctrinaria de la Fuerza Armada nacional. A esto se le suma la bonanza
petrolera de la primera década de este siglo y, también, los desaciertos en
forma y fondo de las estrategias de políticos que trataron de ofrecer alternativas.
El resultado es un sistema grotesco: control de cambio, control de precios,
control mediático, control jurídico, control militar y control institucional
por parte de una serie de individuos que conforman grupúsculos de poder y que
parecen estar dispuestos a cualquier
cosa con tal de no perder el poder. Uno de ellos llegó a decir que no quitarían
el control de cambio nunca porque si lo hacían, les tumbarían el gobierno. Es
decir, lo que importa no es el país sino que ellos se mantengan gobernando.
Además se hace cada vez más evidente la multiplicidad de sujetos ejerciendo el
poder y tomando las decisiones (algunos desde la sombra). Esto ha ocasionado
incluso enfrentamientos directos entre organismos de seguridad del Estado. Para
no entrar ya en el debate sobre los colectivos armados, “patriotas” cuando les
conviene y “delincuentes” cuando dejan de convenirles. Adicionalmente, están
las escabrosas muertes de Montoya, Otaiza, Serra, Odremán y los asesinatos de
múltiples escoltas de altos funcionarios, dejando entrever el desaguisado
general de los cuerpos policiales y los entes gubernamentales Las luchas intestinas dentro del partido de
gobierno (PSUV), así como la disidencia interna, son sólo síntomas de un
malestar generalizado dentro de una revolución que perdió el norte (no se sabe
si realmente lo tuvo alguna vez), y que está en vías de entrar en una todavía
más precaria situación económica, debido a la caída de los precios del petróleo.
Lo grotesco es lo “ridículo,
extravagante, grosero, irregular y de mal gusto”. Así nuestro gobierno no
guarda relación alguna con las formas y vive exclusivamente de un aceitado
sistema de dominación por todos los medios posibles. Justamente, la revolución
ha consistido en un proceso de deformación perenne; una descomposición moral,
anímica y económica de nuestra sociedad. Los revolucionarios lo justifican todo
en base a la abstracción de igualdad y justicia y en su afán, se lo llevan todo
por delante, empezando por ellos mismos. “Las revoluciones prosperan en la precariedad”,
llegó a afirmar un célebre artífice de las políticas económicas del chavismo.
Que la gente dependa cada vez más del Estado y que el Estado se vuelva cada vez
más esperpéntico. Lo último a lo que estamos llegando es a la desmotivación y
desvalorización del trabajo. La gente se está dando cuenta que la diferencia
económica entre trabajar y no hacerlo es cada vez menor, por tanto, se abre un
abanico de atajos para hacerse con ingresos que no favorecen en nada al bien
social y común. Y es esa la descomposición social definitiva. Como diría
Groucho Marx: “Estábamos al borde del abismo…..pero dimos un paso al frente”. ¿Qué
es el esperpento? Un hecho grotesco y desatinado. Todo se reduce a un desatino
inconmensurable que habrá que recomponer algún día. Pero vislumbrar esperanza
se torna arduo cuando el sistema hace del ciudadano su víctima necesaria, como
decía Schopenhauer que hace el mundo con el ser humano.