el momento
instituyente, fundador
y
justificador del derecho implica
una fuerza realizativa,
(…) y una llamada a la creencia
Jacques
Derrida
Juan Cristóbal Castro
La anécdota es de Slavoj
Žižek. La diferencia entre un
padre moderno de uno posmoderno radica en el tipo de regaño que le da a su
hijo. El primero dice: “no me importa lo que sientas, pero
visita a tu abuela”. El segundo esgrime en tono más dulce: “sabes lo tanto que
te quiere tu abuela, ahora quiero que la visites sólo si te provoca”. Para el “Elvis de la filosofía” la segunda fórmula es más
efectiva. ¿La razón? Simple: no sólo te manipula sentimentalmente, sino que te
hace creer que decides de forma libre; funciona mejor, para ponerlo
en términos althusserianos, la dimensión de la “interpelación”.
La anécdota sirve para pensar, no sin cierto esquematismo,
las diferencias entre los regímenes de autoridad de la democracia
representativa y lo que una vez en Venezuela se dio en llamar “democracia
participativa”. Si la primera habla por ti (te “re-presenta”), la segunda lo
hace por igual, pero muchas veces usando tu boca y haciéndote sentir mal si no
“participas”. Desde los noventa a los venezolanos les dio por hacer
asambleas por todas partes, sintiéndose “libres” cuando detrás hablaban el
mismo vocabulario del mandamás. Así siguió y, detrás del proceso constituyente
que terminó en uno de los documentos más perfectos en cuanto a derechos
humanos, estaba el voluntarismo chavista usando la voz de todos.
Pensemos en La Ola.
El profesor Rainer Wenger es alguien que se viste de
chaqueta de cuero, oye Ramones, es “cool”. Al proponer el curso sobre
“dictadura”, ejerce los medios más eficaces de la “democracia participativa”: decide
en votación con sus estudiantes las reglas a seguir, consulta, discute. Todo
perfecto, pero al final, termina de forma autoritaria. ¿Por qué? Detrás de su
igualitarismo, estaba el régimen de autoridad de la escuela y la experiencia
del profe, funcionando como factor que inducía las decisiones de todos, quienes
al seguir las prácticas del culto personalista y de secta, terminaron siendo
atrapados por ellas. La misma historia sucedió en muchos lugares. Venezuela es
un ejemplo reciente.
Ahora, esto no quiere decir que al régimen de autoridad de
la democracia representativa no tenga también sus problemas. Tampoco quiere
decir que muchas de las propuestas de la democracia participativa, tanto en sus
vertientes comunitarias como en las profesionales, no sean importantes y
renovadoras para estos tiempos.
El problema no va por ahí. Va por otro lado.
Autorictas versus
transparencia
Por un tiempo se quiso pensar los cambios históricos entre
una y otra vertiente como tábula rasa.
Craso error. Las transformaciones sociales y culturales no se dan sino como
nuevas formas de intercambio entre distintas instancias, nunca como formas de
superación radical; todavía los reyes existen en el mundo, por más cool republicanos que queramos ser, lo
que cambia es su manera de actuar junto con un parlamento, unas leyes y una
ciudadanía.
Hasta ahora yo no he visto que los “indignados” y la “multitud”
hayan podido establecer un régimen propio, o hayan podido cambiar el Estado o
el mercado; todavía las minorías organizadas siguen siendo más fuertes que las
mayorías anarquizadas, lo que no quita que sean formas de protesta legítima.
Menos aún he visto que, por votaciones primarias, se tomen decisiones correctas.
De modo que todavía los partidos nos sirven como mediadores en ciertos asuntos,
y el modelo republicano de la autonomía de los poderes (legislativo, judicial y
ejecutivo) sirve como forma para limitar el ejercicio soberano del Estado, que
sigue viviendo bajo formas des-territoriales, mafiosas y caudillescas en muchos
casos, como el venezolano.
Si estoy en lo correcto, entonces la democracia
participativa para que no devenga en un mecanismo tiránico, o en una promesa espuria
y falsa, debe tener una régimen de autoridad que sea parecido al sistema de la
democracia representativa, por decirlo forma chata. Dicho así, lo importante es
pensar mejor ese régimen de autoridad en estos tiempos.
¿Pero cómo hacer ese ejercicio, si uno de los fetiches de
nuestra era “post” es “liberarnos” de cualquier forma de “autoridad”, que ven
como sinónimo de autoritarismo? Por un lado los comunitaristas y ultra
liberales, exigiendo formas de participación y transparencia como un absoluto;
por otro lado, neoliberales imponiendo la lógica de la productividad, la eficiencia,
la estadística y el número por encima de cualquier otra instancia de valor.
El resultado fatal es que en los países endebles, faltos de
una tradición institucional, esas demandas terminaron diluyéndose en nuevas
formas de autoritarismo anti-político. La necesidad de cambio obligó a apostar
así por el voluntarismo personalista, modelo cultural que aparece en tiempos de
crisis. Y es que para sobrevivir como sociedad siempre necesitaremos de cierto
orden. Los estudios del padre Alejandro Moreno bien lo muestra: a falta de autoridades
(maestros con prestigio, padres en el hogar, doctores con orgullo de serlo), son
los malandros lo que mandan.
El problema, dicho de otra forma, no es socavar la
autoridad en la utopía de la transparencia participativa. El problema es qué
tipo de autoridad queremos: una plural que involucra instituciones y distintos
regímenes, que pueda ser más efectiva en sus distintas instancias sin dejarse
chantajear por la demanda de productividad de los tiempos competitivos, o una
absoluta que “hable por nosotros” y nos escuche e interprete y entienda.
Detengámonos brevemente en este punto.
El orden de la
pluralidad
Por lo general cuando pensamos en
autoridad la vinculamos con “dominio”. Para Myriam Renault d’Allones es la
“antítesis del ‘imperium’ y de la ‘potestas’” (30). No ordena, sino “propone” y
“rectifica”. Aunque está muy vinculada al poder, se diferencia de él porque
tiene un suplemento que reside en la creencia y una dimensión de
“reconocimiento”, que promueve eso que Hanna Arendt catalogó de “disimetría no
jerárquica”.
En Venezuela se piensa que hablar de
autoridad es hablar de autoritarismo. Lo curioso es que los feministas,
descoloniales, subalternistas, que siguen al gobierno y critican las instituciones,
prefieren defender a un militar chapucero que tortura a estudiantes y vigila la
población, que a un profesor de una universidad o un político de un partido o a
un sindicalista.
Que quede claro: la autoridad ni es
lo contrario de democracia y participación, ni es lo mismo que poder. Se mueve en otro plano.
Tampoco la misma democracia moderna es sinónimo de participación e inclusión, y
menos aún de elección, a menos que creamos que lo que Pilatos hizo con Cristo
fue democrático, o que Hitler fue un gran demócrata por llegar al poder por
elecciones.
La democracia moderna, como lo han dicho muchos
especialistas, es un régimen de construcción permanente de lo común, algo que
se da en una tensa conjunción de valores y mediaciones republicanas, liberales
y populares, que buscan satisfacer demandas de inclusión heterogéneas y
disímiles: de minorías, mayorías, excluidos, subalternos y profesionales. Por
ello requiere de una constante intermediación de distintas formas de autoridad.
Así como no existe un lugar de pura
transparencia en el lenguaje, siempre mediado por creencias y valores, tampoco
existe un punto cero de igualación total, de cero autoridad, que resulta además
de homogeneizador, profundamente violento. De hecho, ese es el imaginario más
frecuente usado por los más grandes tiranos; fetiche que prodiga por cierto
muchos seguidores de la “democracia participativa”.
Un poder para que tenga autoridad
debe generar cierto grado de credibilidad, y a la vez debe ser reconocido por
los que lo siguen. Por ejemplo, para que un entrenador genere respeto debe de
tener experiencia, conocimiento, coherencia, honestidad, y a la vez tiene que
gozar de la consideración de sus jugadores, porque de lo contrario, no lo
obedecerían; no tendría “autoridad”.
Para los romanos, siguiendo a Myriam
Revault d’Allonnes, la fuente de autoridad reside en la tradición y la memoria
de los grandes, mientras para los griegos residía más bien en la capacidad de
la “polis” de rehacerse continuamente; también uno puede ver cómo en la Edad
Media fue importante el principio de encarnación del cuerpo del rey como cuerpo
de Dios.
Con la modernidad hubo una crisis de estos regímenes de
autoridad, según advierte la filósofa, en el sentido no sólo de que empezó a
cuestionarse algunos de los presupuestos metafísicos de estos órdenes, sino que
se pluralizaron las formas de autoridad, complejizando el panorama.
El sujeto cartesiano no sigue ningún orden por encima de sí
mismo. No tiene vínculo con el pasado. Sólo tiene la duda; recordemos lo que le
criticaba Hamman a Kant del peligro purista de ver la razón fuera de la
tradición y la creencia. Frente a eso, se dieron varias formas de autoridad.
Además de las ya mencionadas, que siguieron su vida en ciertos rituales
institucionales, está la autoridad contractual (el pacto entre varios, que
produce leyes) y la autoridad de eso que Max Weber llamó “carisma”, arma de
doble filo para muchas democracias.
Myriam Revault d’Allonnes, destaca la
dimensión temporal de la autoridad, vinculada con la tradición: “se sitúa
simultáneamente hacia atrás, como fuerza de proposición, y hacia delante, como
elemento de ratificación o de validación” (30). También consideró el
reconocimiento como un contrato de “creencia” en eso que Weber llamó “herrschaft”;
eso quiere decir que a la autoridad le delego mi poder por un tiempo porque
creo en sus capacidades, como sucede en el ejemplo que cité con los jugadores y
su entrenador.
La autoridad es entonces plural en
estos tiempos, necesita de una reciprocidad entre quienes la ejercen y la
siguen, basada en un suerte de pacto de creencia, en eso que Paul Valéry llamó
“fiducia”. Además, no es absoluta: dura lo que el pacto establece. Y, por
último, se sostiene en una dimensión temporal en la que entra la posibilidad de
recrear y actualizar una tradición
Ahora, aclarado estos puntos, voy a
Venezuela.
Punto poco fijo
Sabemos la historia. El proyecto y
la cultura política que se abrió con el “pacto de punto fijo”, denominado por
Juan Carlos Rey como “sistema populista de conciliación”, se vino abajo y no
hubo la suficiente voluntad de reactualizarlo bajo las demandas de la nueva
realidad de los noventa.
Este sistema se dio como una “gran coalición o alianza, en parte expresa y en
parte tácita, de partidos políticos y grupos sociales diversos,
heterogéneos y poderosos, basada en el reconocimiento de la legitimidad de los
intereses que abarca y en la creación de un sistema de negociación,
transacciones, compromisos y conciliaciones entre ellos”, advierte el
politólogo venezolano.
Uno de sus
pilares eran los partidos en alianza con otras instituciones de importancia:
los sindicatos (CTV), el sector privado (Fedecámaras), las fuerzas armadas (Alto
Mando Militar) y la misma Iglesia. Pero para consolidarse, para proponer un
cambio de cultural política radical en el país, debió valerse de recursos
imaginarios, simbólicos, que iban más allá del formalismo institucional, de la
propuesta electoral, o de la mera necesidad de un pacto de convivencia.
Esta
legitimación tenía un soporte imaginario que, a diferencia del culto
bolivariano del que se valieron los autócratas Páez, Guzmán Blanco o Gómez,
buscaba acercar a la gente y convencerla de formar parte de la nueva forma de
gobernar. Este imaginario fue el credo popular. Si uno rastrea todo el trabajo
de la generación del 28 se dará cuenta que ellos fundan una suerte de ficción
nacional-popular en obras de literatura, en estilos de hablar, escribir y
pensar, en formas del folklore, y de usar el cine y la radio, que sirven para modelar
ese nuevo sujeto venezolano que va a terminar siendo el ciudadano “nacional”
después del pacto de punto fijo.
Fue una manera
de anclar en el imaginario de una Venezuela todavía semi-rural y analfabeta,
campesina, los presupuestos de una democracia y su tejido institucional. Tuvo
ciertamente sus fallos y, quizás ya en los mismos sesenta con las nuevas
generaciones de intelectuales y creadores que estaban abriéndose a otras
estéticas y discursos, se veía sus suturas y limitaciones (entre ellas, el
mismo personalismo populista, cuyos residuos quedaron firmemente anclados en
nuestra cultura y que sirvió a Chávez para llegar al poder).
Ahora bien,
estas formas de hacer política del “puntofijismo” en los ochenta y noventa
entran en crisis, como bien lo han dicho muchos, porque no pudo renovarse y
perpetuarse bajo las nuevas condiciones sociales y culturales de la era global.
Por eso quiero pensar mejor esa coyuntura.
Multitudes y subjetividades
Más allá de los
factores que he mencionado, es bueno considerar un factor general que nos puede
servir para pensar esta crisis de régimen de autoridad. Me refiero al cambio,
para ponernos un poco posmarxistas, de un modelo capitalista fordista a uno
post-fordista. Erik Del Búfalo desarrolla una inteligente reflexión sobre ello.
En Capitalismo 2.0 advierte que en
esta era el capitalismo es inmaterial (la fuerza de trabajo opera cada vez más
en las nuevas tecnologías), hay una mayor flexibilización del trabajo y mayor
rapidez en nuestras maneras de actuar, lo que determina que nuestras formas de
establecer regímenes de autoridad sean más volátiles y plurales.
Otro punto que
destaca son las limitaciones de la categoría de “clase” como paradigma
interpretativo para pensar la sociedad. Con Marx era claro ver las diferencias
entre la clase obrera y la burguesía, pero en estos tiempos con el auge de la
cultura de masas y otros medios de comunicación, y los cambios del capitalismo
pos-fordista, se complejiza esta noción con lo que muchos teóricos han hablado
como “modos de vida”.
Una persona del
barrio con muy bajos ingresos puede compartir estilos de música, de cine, usos
de lenguaje, más con alguien de clase alta que con su mismo vecino. Esto, por
supuesto, no quiere decir que no haya pobres, o excluidos, sino que relativiza
los usos de estos conceptos, que han sido férreamente utilizados por el
gobierno y por la oposición “oficial”.
Para los
partidos y los políticos esto significa una mayor fragmentación de su
militancia, que ya no se construye bajo perfiles clásicos como el de la masa
obrera, sino aparece desde demandas más diversas: de ecologistas, de afroamericanos,
de grupos promotores de diversidad sexual, y otras comunidades y subjetividades
(patineteros, motorizados, hipoperos), junto a los reclamos de mejores condiciones
de vida, de sueldo, de participación.
Claro, insisto
que los cambios nunca son “tábula rasa”. Todavía siguen habiendo elementos muy
particulares de distinción entre las clases, y el capitalismo fordista sigue
conviviendo con el post-fordista. Lo distinto es, como trato de decir, que se
abrió un nuevo sistema de relaciones que no hemos podido dilucidar bien.
Cambio
de la política
Este nuevo
momento que viene dándose desde los noventa se mostró en el campo de la
política en un nuevo sistema de relaciones de poder. Pierre Rosanvallon propone
pensar estas nuevas formas de hacer política bajo tres tendencias: la
vigilancia, la denuncia y la calificación.
La primera es
fácil: el poder no sólo nos vigila, sino también se expone a la vigilancia
ciudadana, gracias a las tecnologías y las redes. Grupos sociales disímiles
usan tantos los medios como las calles para protestar cada vez con más
frecuencia (nuevas formas de activismo), y autoridades “notables” desde
distintos emporios critican, rebajan o pontifican. También está la cada vez
constante tendencia de ser auditado y evaluado para ver la eficacia y la
productividad de los trabajos, así como para comprobar que no hay robo o
peculado.
La segunda, la denuncia, muestra lo fácil que
es ahora criticar. Nunca antes como en estos tiempos el cuestionamiento es
escuchado y diseminado por muchos lados, incluso cuando es una simple
difamación. El mejor ejemplo es se ve en el periodismo en sus diferentes modalidades
(amarillista, militante, profesional): hace seguimiento a los personajes
públicos con más pericia y de manera más personalizada con miras a poner a
prueba su reputación y prestigio.
Finalmente, la
tercera tendencia, la calificación, consiste “en la evaluación documentada,
técnicamente argumentada, a menudo cuantificada, de acciones particulares o de
políticas más generales”, dice el autor. Cada vez más aumentan las maneras de
hacer seguimiento y peritaje de las acciones de nuestro gobernados y líderes y
calificarlos frente a su productividad.
En el período que abrió el pacto de punto fijo las
diferencias se dirimían en el terreno de lo electoral y de la negociación de
élites (representantes de los sindicatos, de los partidos y otras
instituciones, en la clásica reunión de whiskeys y repartos, que no dejaban de
ser importantes). Pero esas formas de lidiar con el conflicto sufrieron una
gran eclosión, por decirlo de una forma.
Dos fueron las razones: la refracción de los sujetos y
comunidades (los obreros o estudiantes, sujetos
privilegiados de los partidos, ahora veían aparecer otros sujetos: ecologistas,
feministas y demás grupos y subgrupos), y la difícil confrontación con estas
nuevas formas de democracia que bien describe Rosanvallon, donde los medios empezaron a ocupar un rol muy importante.
La imposibilidad
de lidiar con las nuevas tensiones y demandas de esta realidad abrió, en
definitiva, el campo para la llegada del chavismo, un movimiento de poder
personalista que usó muy bien el quiebre que generó esos contrapoderes y
comunidades para acabar lo poco que quedaba de autoridad en las instituciones
representativas (y otras más) y en los avances de la cultura política que se
había logrado; tan es así, que hasta pervirtió el pacto electoral, violando la
sana competencia que requiere éste para que sea justa.
Sé que es fastidioso
volver a ese tema, pero me parece importante recordar algunas cosas que
olvidamos muy rápido.
Caudillos
transparentes
¿Qué hizo Chávez? Fácil: tomó a Bolívar, a los subalternos
heroicos del populismo nacional, a Cristo, al anti-imperialismo latinoamericanista
renovado por la invasión a Irak del neocon Bush, y a cuanto símbolo había con
prestigio, para promover un ideario personal. Encarnó al pueblo y al país. Y
así, junto al referendo continuo que siempre fue visto como sinónimo de
democracia participativa, erigió así una autoridad absoluta, trascendental, que
por más abierta que fuera, tenía su límite: dependía de él.
Desde ahí fue minando las otras formas de autoridad: las
del maestro, quien debía seguir su ideario porque si no, no educada bien; las
de los padres, que tenían que rendir pleitesía o de lo contrario, no enseñaba
bien los valores revolucionarios; las de los gerentes, entrenadores, médicos,
periodistas, y gentes mayores de edad, que pasaban por el mismo dilema.
Un estado general de desconfianza fue acabando con las
posibilidades de seguir otros regímenes de autoridad, y cuando eso sucede, ya
no hablamos de autoridad sino de autoritarismo.
Ahora bien, lo curioso es que se valió de un elemento que
ya estaba en la sociedad: la demolición de la credibilidad por parte de la
comunidad “líquida”, la intensificación de una de las tendencias de la contra
democracia de Rosanvallon. ¿No fue
por ejemplo el discurso de la corrupción un elemento clave en la
desmoralización de los partidos, promovida por los medios y algunas agencias de
“corrección política” internacional y que Chávez muy bien usó?
Vivimos actualmente en una sociedad de control donde todos
nos vigilamos y nos vemos con sospecha. Una de las formas de (contra)democracia actual, siguiendo a Rosanvallon, se ha
ido imponiendo sobre los demás, creando con ello una obsesión por la
transparencia que dinamita cualquier forma de relación amplia: “La sociedad de la
transparencia es una sociedad de la desconfianza y de la sospecha, que, a causa
de la desaparición de la confianza, se apoya en el control”, explica Byung-Chul
Han. “La potente
exigencia de transparencia –agrega- indica precisamente que el fundamento moral
de la sociedad se ha hecho frágil, que los valores morales, como la honradez y la
lealtad, pierden cada vez más su significación”.
Esta
es la raíz del esquema neoliberal de productividad, que ha invadido desde los
noventa todas las instancias de autoridad e institucionalidad (educación,
gerencia, deporte, cultura), imponiendo un solo patrón (costo y beneficio)
sobre otros valores, y prodigando la sospecha como su fórmula preferida para
atacar lo “improductivo”. Bajo ese sino la autoridad del partido y el político
cayó en desprestigio: ya no se confía en su labor; sus reuniones son de reparto,
sus acciones son siempre lentas, no resuelven nuestras demandas. Tan es así,
que no hace mucho “notables” líderes hablaban de hacer primarias para votar por
el secretario general de la MUD.
Chávez,
que era astuto y con buen olfato, logró estar en el poder y prodigar esa
desconfianza a niveles nunca antes visto en nuestra historia republicana.
Recogió nuestra educación posmoderna en la sospecha y la diseminó como nunca en
nuestra sociedad. Con ello logró, no sólo justificar su poder trascendental,
sino algo peor: que no podamos crear una alternativa sólida.
La pregunta que
uno puede hacerse ahora es clara: ¿cómo restablecer las fuentes de autoridad de
la democracia representativa y de otras instituciones, minadas por el chavismo,
que a su vez puedan satisfacer estas demandas que he descrito, muchas de ellas
propias de la democracia directa?
Tiempos nuevos
La respuesta no
es fácil. Propongo pensarla, tomando en cuenta mis limitaciones en este asunto
de “especialistas”, en dos dimensiones: una individual, otra institucional.
A nivel individual,
el político debe ser dúctil y accesible, sin dejar de ser coherente; responsable
e inteligente, sin dejar de usar un lenguaje popular; consciente que su oficio
conlleva compromisos con diversas instancias sociales y públicas, pero también
proyecciones inconscientes de ciudadanías cada vez más diversas. En la actual
situación venezolana, debe rescatar una instancia que ha perdido notablemente:
el ejercicio ciudadano e intelectual.
Para ello debe trabajar
en tres frentes. Uno verbal: promover una pedagogía argumentativa, que destaque
el valor de la palabra para persuadir, ahora que tiene más visibilidad dentro
de la comunidades que atiende y ahora que es más fácil estar expuesto a la
discusión, y eso significa también proveer formas para conectar en sus
discursos la satisfacción de necesidades (comida, luz, servicios) con la
necesidad de rescatar valores institucionales (libertad, respeto, igualdad,
compromiso). Otro cultural: hacer ver que en todo momento es parte de una
tradición institucional, que rescata y actualiza para un futuro mejor, que no
está sólo sino es parte de una herencia. Y otra social: escuchar y entender
distintas comunidades, trabajar con especialistas que ayuden a realizar en
concreto formas viables y creativas de vivir en común: parques, plazas, museos,
bibliotecas, actividades culturales y deportivas.
A nivel institucional,
los partidos y otras instancias “representativas” deben establecer nuevas
formas de relación con las demandas y subjetividades de estos tiempos,
siguiendo algunos preceptos de la democracia participativa y de los valores
multiculturales, sin caer en sus chantajes. Paralelamente, siguiendo a Myriam
Revault d’Allonnes, debe hacer el esfuerzo de insertarse dentro de una tradición
republicana que mezcle las tradiciones populares propias del país,
actualizándola con algunos valores multiculturales que vivimos en esta era
global.
Lo último, a mi modo de ver, es muy importante. Si el
chavismo es una mezcla de lo peor del culto bolivariano con los residuos del
culto popular, que evidenció que en ambos se esconde el imaginario personalista,
es bueno entender que se hace necesario trabajar una política cultural e
identitaria distinta que tenga suficiente fuerza para darle anclaje y
legitimidad a las instituciones democráticas. Sin un imaginario republicano
sólido y dinámico, poco podremos hacer. No veo otra instancia. Lamentablemente
nuestros políticos insisten en citar a Vírgenes y Santos, y se olvidan qué más
han hecho por el país un Brito Figueroa o un Vargas, que estas entidades
espirituales que corresponde a otro orbe, muy legítimo por cierto.
La maquinaria clientelar, que el chavismo aprendió de
atrás, interpela a un sujeto siempre necesitado que necesita de un hombre
fuerte. Sin dejar de considerar esa terrible tradición, es bueno buscar maneras
de “socializar” el discurso y los
valores sin propagar esta forma de interpelación, que ya de antemano excluye.
La ausencia de una estrategia concreta y posible en las
movilizaciones de estos últimos meses, por no decir la manera tan irresponsable
con que se afrontó la situación (para unos, como los chavistas, todo era de
“clase media”; para otros, como los “notables”, era cuestión de voluntarismo y
salir a dejar la vida), para dejárselos a los estudiantes y a los militares,
dice mucho de las deficiencias de nuestra “oposición”.
Si la verdadera “salida” es la “entrada” a las elecciones
legislativas u otra alternativa, ¿tendremos la suficiente fuerza para
capitalizar el voto o las movilizaciones de mucha gente cada vez más disgregada
e incomunicada, por falta de medios, para enfrentar los chantajes, compras y
controles del gobierno?
También habrá que preguntarse si tendremos fuerza de
reacción en caso de que de nuevo las instituciones maduristas armen una más de
sus trampas, o si sus militares desarrollen nuevos métodos de represión. Porque
hasta ahora, con el respeto que se merecen, no ha funcionado la respuesta el
tiempo de Dios o la nostalgia por un Caracazo para redimirnos, y menos aún, las
salidas a pegar gritos y poner los cuerpos para morir “libres” sin un plan
claro y coherente.
Poder y autoridad como
relación
Vivimos un momento de pluralización de la política y de
diversificación de los regímenes de autoridad. Frente a ello, Venezuela
respondió en los noventa con volver a la sombra del hombre fuerte. Es tarea
ahora de nuestros políticos y ciudadanos proponer otra vía de
reinstitucionalización acorde con los tiempos.
Participación deliberativa, no igualitarista, y autoridad institucional,
sin fetichismo idolátrico, necesitan repensarse. Si la primera es un ejercicio
constante de secularización de lo común, de llevar al terreno de lo histórico y
lo concreto nuestros proyectos de vida social, la segunda es una práctica constante
de ordenamiento y fijación trascendente de lo público, que busca darnos referentes
de vivencia que no se queden atrapados en la satisfacción egoísta e inmediata.
Ambas se necesitan: la segunda establece los marcos a
partir de los cuales la primera se conduce, es decir, sus normas y horizontes,
mientras la primera actualiza y transforma los presupuestos de la segunda para
no cosificarse o hacerse autoritaria. Ambas están (re)configurándose en la
calle, con protestas y marchas, y en las oficinas y en los buró con
negociaciones y acuerdos. Su sobrevivencia está en las acciones y en las
discusiones, en las discordias y los encuentros que logren establecer nuevas
relaciones de convivencia dignas y dinámicas. De su interacción conflictiva nace
la política, el ejercicio constante de hacer comunidad.
Si me empujan mucho, estaría tentando a proponer un modelo
de lo que llamaría como una “democracia relacional”, pero no me tomen en serio
porque no soy politólogo y no entiendo de estadísticas, focus group o encuestas. En todo caso, esa democracia sería una que
rescate los parámetros institucionales más importantes de la democracia liberal
y representativa, con las demandas viables de la democracia participativa; un
modelo de democracia que pueda vincular valores republicanos (educación
pública, autonomía de los poderes, salud), con valores liberales (libertad de
culto, de prensa, de mercado) y con valores comunitarios y ultra-liberales
(grupos, cooperativas, ong’s y asociaciones de diversa índole).
Sería una democracia que pueda trabajar en dos dimensiones.
Que busque constantemente relacionar lo macro (ajustes económicos, deudas
públicas y demás políticas del Estado) con lo micro (satisfacción de intereses
de las diversas comunidades y subjetividades que pueblan el país).
Pero no necesito ese empujón. Creo que es lo que se viene
tratando de hacer en Venezuela con una verdadera alternativa, si prevalece la
buena voluntad sobre los liderazgos personalistas, y si de verdad nos dedicamos
a “pensar” bien.
Ahora, ya para cerrar, destaco un punto. Es claro que muchos
de nosotros hemos aprendido la necesidad de las instituciones, y sobre todo la
de los partidos, pero la gran pregunta que hay que hacerse con mucha honestidad
es si somos capaces de entender y aceptar bien sus nuevas formas de relación y
autoridad en los tiempos que vivimos y bajo las realidades que nos dejó el
chavismo.
Amanecerá y veremos.
Bibliografía
Del
Búfalo, Erik. “Capitalismo 2.0”. http://nagarimagazine.com/capitalismo-2-0-conferencia-erik-del-bufalo/
Han,
Byung-Chul. La sociedad de la
transparencia. Barcelona: Herder Editorial, 2013.
Revault
d’Allonnes, Myriam. El poder de los
comienzos: Ensayo sobre la autoridad. Buenos Aires: Amorrortu, 2008.
Rey,
Juan Carlos. “Esplendores y miserias de los partidos políticos en la historia
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Historia, N 343, 2003.
Rosavallon,
Pierre. La contrademocracia: la política
en la era de la desconfianza. Buenos Aires: Manantial, 2007.